Una familia pobre en Tokio resuelve sus necesidades improvisando, juntando ingresos y robando. La subsistencia es un acto de rebeldía y subversión contra el sistema. No obstante, su desafío en contra del orden establecido va más allá de lo meramente económico ya que así como sus actividades no son legales, tampoco lo son sus vínculos de sangre y parentesco. En Un asunto de familia, de Hirokazu Kore-Eda, tenemos a un grupo de vive al margen de la ley, solidariamente, compartiendo lo poco que tiene: la abuela Hatsue (Kiki Kirin) que recibe una pensión; la pareja que funciona como padre y madre: Osamu (el diseñador, ilustrador y actor fetiche de Kore-Eda, Lily Franky) y Nobuyo (Ando Sakura), los salarios de sus modestos empleos, él en la construcción y ella en una lavandería; Aki (Matsuoka Mayu) que trabaja en un espectáculo sexual donde se exhibe para clientes que la observan desde el otro lado de un vidrio; y el niño, Shota (Jyo Kairi), de doce años, que fue abandonado en un local de pachinko y que roba comida en los supermercados y tiendas.
Una noche fría, Osamu y Shota encuentran en la calle a Yuri (Sasaki Miyu), una niña de cinco años, descuidada, hambrienta, marcada con cicatrices, y deciden sumarla al clan, con la justificación de que no es un secuestro ya que no han pedido recompensa. Osamu se lastima en el trabajo y Nobuyo es despedida del suyo, con lo que sus ingresos se vuelven más escasos y sin embargo no pierden la sonrisa ni el entusiasmo. La notable fotografía de Ryuto Kondo en 35 mm, en su primera colaboración con Kore-Eda, juega un papel determinante en la construcción de las escenas y la determinación del ritmo, con los movimientos suaves de la cámara que se mantienen ojo a ojo (a pesar de que hay seis figuras protagónicas, el director quiso usar una sola cámara) y las apacibles tomas estáticas, casi al estilo de Ozu (aunque la comparación suene a lugar común) con las que esculpe un hogar entre el desorden doméstico. Kore-Eda muestra un mundo en el que a pesar de los abusos, la crueldad y las carencias, son posibles la generosidad e incluso el cariño. La relación funciona hasta que la abuela muere de causas naturales. Shota comienza a dudar de que robar sea un delito sin víctimas y en un robo fallido termina herido y es atrapado. Sus familiares entienden esto como una traición y provoca que ellos también lo traicionen a él, al abandonarlo en el hospital y tratar de escapar. La familia se desintegra bajo el peso de una burocracia que no reconoce los lazos afectivos ni los métodos poco ortodoxos de supervivencia.
En muchos sentidos, el cine de este extraordinario director de 56 años trata acerca de los vínculos familiares, así como de la formación y supervivencia de familias alternativas, las cuales dan posibilidades de vida, confort y protección a personas que por soledad, enfermedad, pobreza, abandono o alguna forma de disidencia no siguen las normas de una sociedad altamente controlada como la japonesa. La carrera de Kore-Eda comenzó con documentales para la televisión enfocados en individuos que vivían alguna clase de tragedia (SIDA, un grave caso de amnesia, una seria depresión) y podían soportarla gracias a pequeñas comunidades y círculos de tolerancia. Su trabajo documental es sensible, cuidadoso e invariablemente hace señalamientos de injusticias sociales y de la deshumanización urbana. En 1995 dirigió su primera película de ficción, Maborosi, en la cual una joven viuda trata de entender las razones del suicidio sorpresivo de su marido. El filme es un trabajo emocional y devastador, con una poderosa influencia del maestro Hou Hsiao-hsien, como él mismo ha reconocido. Pero lejos de un eco de la obra del autor taiwanés, su retrato de la nostalgia y de la impotencia de la mujer solitaria da lugar a una obra prodigiosa. El director abandonó el tono trágico en su siguiente película, Wandafuru raifu (Afterlife o Vida maravillosa), de 1998, donde imprime un cierto sentido del humor a la muerte al presentar a un grupo de personas que acaban de morir y descubren que el purgatorio es un centro de procesamiento donde deben poner en escena, con un equipo de filmación, un momento importante o feliz en su vida para usarlo como su transición al más allá.
"No hay aquí una idealización del crimen ni una visión romántica de la pobreza, aunque es un filme sentimental e incluso ligeramente manipulador”.
A estas siguieron filmes enfocados en relaciones familiares, ya sean los parientes de las víctimas de un atentado terrorista que se reúnen a celebrar a sus difuntos en Distancia, de 2001, o los hijos abandonados por su madre en Nadie sabe, de 2004. Una de sus mejores obras es De tal padre, tal hijo, de 2013, acerca del drama que se presenta cuando la burocracia intenta resolver el problema causado por el error de intercambiar a dos bebés al nacer. En 2015 filmó Nuestra pequeña hermana: cuenta la historia de tres hermanas que descubren que su padre tuvo otra hija fuera del matrimonio e intentan integrarla. Kore-Eda experimentó con géneros e hizo la controvertida Air Doll, en 2009, donde una muñeca sexual cobra vida. La trama parece calcada de un subgénero del cine porno nipón y no fue muy bien recibida. En 2016 filmó la peculiar historia de un detective en Después de la tormenta, y el año siguiente un thriller: El tercer asesinato.
Un asunto de familia expone las ambigüedades e incertidumbres de los lazos de sangre, así como del laberinto moral y legal que rige el orden social. Es una cinta muy alejada de la crudeza de la miseria que opta por mostrar una cara amable de los submundos de una sociedad opulenta, en la que hasta el homicidio puede ser considerado irrelevante (Osamu y Nobuyo mataron al exmarido de ella, “en defensa propia”). Shota tiene reservas para referirse a Osamu como papá, sin embargo una vez que han sido separados lo llama así, para sí mismo, reconociendo que el hombre que le enseñó a robar (“No sabía qué otra cosa podía enseñarle”) era lo más cercano a un padre. Al final el Estado reestablece el orden: la familia es disuelta, Nobuyo se sacrifica y es enviada a la cárcel (el expediente de Osamu le hubiera costado una larga condena), los niños son repartidos y Yuri regresa con su madre negligente y cruel. El cineasta no celebra esta forma de vida, sin embargo sitúa el centro de gravedad de los afectos en las relaciones elegidas y no impuestas. La forma en que Kore-Eda va revelando los vínculos entre los protagonistas, poco a poco, como desdoblando un origami, es fascinante. No hay aquí una idealización del crimen ni una visión romántica de la pobreza, aunque es un filme sentimental e incluso ligeramente manipulador que merecidamente ganó la Palma de Oro en Cannes, tanto por su humanidad como por ser una especie de antología de la obra y las obsesiones de uno de los grandes cineastas de la actualidad.