Viaje alrededor de la maceta

Fetiches ordinarios

Macetas de RAC Cerámica.
Macetas de RAC Cerámica. Foto: Fuente: IG @rac_ceramica

No importa el tamaño de la maceta, alberga la promesa de un jardín. Así sea en el piso 42 de un rascacielos inteligente, muy lejos de la corteza terrestre, una maceta abre un resquicio a la exuberancia vegetal, a la fronda que quedó marginada a fuerza de paredes y cemento. En ese pequeño depósito de tierra que continúa o materializa el cuenco de la mano cabe un bosque en miniatura, un huerto al alcance de nuestras recetas o un cactus solitario que hace las veces de espejo, y que adoptamos como una fuente viva de color y oxígeno, pero también una porción de alteridad, un pequeño bastión verde al que debemos toda clase de cuidados.

“El lodo, apartándolo del lodo, no es más lodo”, escribió Antonio Porchia en una de sus voces. Un trozo de tierra, apartándolo de la tierra, no es más tierra, sino más bien una balsa para la migración, una isla diminuta pero móvil, la oportunidad de echar raíces en otro lado. Aunque escasee la evidencia arqueológica (en comparación con jarrones y vasijas, sus parientes de alcurnia, se han conservado pocas macetas milenarias y se han estudiado todavía menos), se cree que se inventaron en el antiguo Egipto como medio de transporte para llevar plantas llamativas de un ambiente a otro, pues ya se sabe que el jardín del pueblo vecino siempre luce más verde. Desde entonces, la fiebre del trasiego verde se ha extendido por el globo de forma incontrolable y, a condición de que uno tenga buena mano, es posible hacer que florezca una palma de Madagascar a miles de kilómetros de África, mientras en el alféizar de una ventana en Siberia crece una dalia mexicana.

EN UNA VARIEDAD FUNDACIONAL de destierro, la flora endémica de un continente ha viajado en barco —en auténticos invernaderos flotantes— a destinos insospechados, para adaptarse a climas remotos y prosperar bajo otros cielos. A diferencia de las semillas y los bulbos que las acompañan en la travesía, las plantas que viajan en maceta —como las magnolias o las orquídeas— llevan consigo el sustrato que las vio nacer, una rebanada de la tierra ancestral, del humus propicio para su crecimiento, que les hace más llevadero el cambio de aires. Si en la actualidad también a las plantas se les exigen papeles migratorios (por el riesgo de colonización que comportan), tal vez no agradecemos lo suficiente la maravilla cotidiana de que, gracias a las macetas, podamos rodearnos de flores exóticas y aspirar sus aromas lejanos, e incluso darnos el lujo, como ya se estilaba en la Roma imperial, de apapacharlas bajo techo durante las estaciones inclementes. A fin de cuentas, tal vez no seamos dueños de otra tierra como no sea la de las macetas, lo que no es poca cosa cuando no tenemos dónde caernos muertos...

No agradecemos lo suficiente la maravilla de que, gracias a las macetas, podamos rodearnos de flores exóticas y aspirar sus aromas lejanos

En La inteligencia de las flores, Maurice Maeterlinck describe los fantásticos mecanismos para vencer lo que parece una de las limitaciones características de las plantas: la inmovilidad, el arraigo a un espacio determinado. Semillas aerodinámicas capaces de viajar por varios kilómetros; néctares embriagantes que atraen a la fauna que esparcirá sus simientes; tallos que giran ciegamente en espiral para aferrarse a algo que los ayude a ascender... Aunque pesa sobre las macetas un halo de sedentarismo y encierro, y en el refranero han sido condenadas a no pasar del corredor, a su modo han contribuido también a la proliferación de las plantas. El recuerdo más persistente que tengo de mi abuela materna es volviendo de viaje cargada de esquejes y macetas, incluso si había ido a la esquina.

Una maceta tiene algo de paraíso a escala pero también de laboratorio mínimo, en el que a veces por desidia y a veces por confusión probamos ideas osadas sobre la naturaleza como si fuera un tubo de ensayo. Aunque haya macetas tan grandes como toneles en los que podría acampar un niño, una de sus cualidades es la contención y el control que consiente su pequeñez, la posibilidad de domesticar a la naturaleza incluso en un ángulo poco soleado del escritorio. En este sentido, la disciplina legendaria del bonsái no consiste tanto en la miniaturización de un árbol o en su sujeción a ultranza, sino en la compenetración que puede haber entre el recipiente y el árbol, entre el hueco que le hemos construido y su desarrollo acondicionado. A fuerza de dedicación y arte, aquello que prospera en la alta montaña pueda hacerlo también en un nicho de la casa, idealmente en un tokonoma.

SIENTO INCLINACIÓN por las macetas porque abren una mirilla hacia el trópico o hacia las llanuras desérticas, porque pueden traer a casa una tajada de las antípodas. Pero más allá de las flores raras que auguran, una maceta es un refugio, un albergue a menudo definitivo para esas compañeras silenciosas que se sobreponen a nuestros olvidos y soportan de buena gana lo mismo palabras de aliento que peroratas inconsecuentes. Hay días en que converso más con las plantas que con cualquier ser humano, y siempre me ha dado risa aquello de que no debes tenerlas en la habitación porque emanan dióxido de carbono durante la noche. Además de que hay muchas variedades —como la sábila, las orquídeas o las calanchoe— que purifican el aire y producen oxígeno al ocultarse el sol, sería tanto como decir que no hay que dormir al lado de nadie porque nos roba el oxígeno... Trasterradas a un ambiente ajeno, condenadas a elevarse hacia la monotonía del cielo raso, las plantas de interior dependen en buena medida de nuestros cuidados, pero no hay que olvidar que también nosotros dependemos de ellas, y que pequeñas junglas domésticas quizá no sean deleznables desde el punto de vista de la salud planetaria.

Lo que más me atrae de las macetas es su relación con el habitar. Pese a ser los objetos más frágiles y más pesados de las mudanzas, cada maceta puede compararse con una casa, con una casa elemental que contagia su vocación de arraigo. Cabe pensar que de no ser porque albergan y propagan la vida —porque construyen una casa adentro de la casa—, balcones y terrazas, por ejemplo, no habrían gozado de tanta suerte en el arte arquitectónico. Hay quienes afirman que el hogar está donde se aloja su biblioteca personal; en mi caso difícilmente podría pasar por alto la cofradía de las plantas, la sensación de pertenencia que establecen, la hospitalidad que irradian. Como anotó Simone Weil: “Nada en el mundo vive sin raíces. Los seres humanos, al igual que las plantas y los animales, necesitamos de un suelo nutricio para vivir. Sin él, es decir, desarraigados, nos marchitamos, nos corrompemos y morimos”. Para echar mis propias raíces necesito que se extiendan hacia las plantas y se enreden con sus raíces. Lo primero que llevo a una casa deshabitada es, desde luego, una maceta.