Ponemos el carbón a las siete. A las nueve echamos la carne. Y para cuando empiece el partido ya estaremos bien insta-lados en ese chulo pueblo mágico llamado mal del puerco, dijo El Cholo.
Estaba todo bien planchado. Nada podía salir mal. Así como existe gente que se para en la madrugada a correr, los norteños somos capaces de prender el carbón en las situaciones más inverosímiles. En un diluvio, por ejemplo, con las patas del asador hundidas medio metro en el agua, mientras un pelao le echa aire con un cartón y otro sostiene un paraguas para que no lo salpique la llovizna.
Cualquier pretexto sirve para prender el carbón. La hora nada importa. Abunda raza que por puro gusto empieza a asar cortes a las tres de la madrugada. No voy a mentir, en el norte no se acostumbra desayunar un ribai de dos pulgadas todos los días. Lo que se antoja apenas despertar es una machaca con tortillas de harina. Pero se trataba de una ocasión especial. Tan chipocluda que no se podía apaciguar con un brunch de ostiones y mimosas. Ni tampoco con un chicken & waffles. No, lo que se ameritaba para la ocasión era una carnita asada.
México enfrentaba a Alemania en su partido debut en el Mundial 2018. Fue una bendición para muchos que fuera a las diez de la mañana. Si hubiera sido después de las cuatro de la tarde me habría puesto tal peda que acabaría blacauteando y me lo habría perdido. Compramos una maleta de cinco kilos de carnuca. Puro ribai, niu york y cabrería, ingue su. Y se chingó. Nada de verduras asadas. De hecho, nos hacíamos llamar los enemigos de lo verde. Tampoco tortillas. Ni quesadillas. Ni salchichas. Nada que ocupara espacio en el estómago. Entre más carne mejor. Éramos cuatro y nos tocaría de a kilo y cuarto por cabeza. Para deglutirse de una sola sentada o en varias emisiones, según la capacidad de cada individuo.
Carne, carbón, sal gorda y pimienta. Era todo lo que se ocupaba. Ah, y un regimiento de chelas. Acordamos que la sede sería en el patio del Sebas. La noche previa al juego nos reunimos en su casa para el acopio de los víveres. Entre cerveza y cerveza desmenuzamos a fondo la situación de nuestro querido Tri. Según Salím nos chingaríamos a los alemanes. Estaba plenamente convencido. El Cholo no podía ocultar su pesimismo. Estaba seguro de que nos pasarían por encima como siempre. Mucha afición compartía la misma creencia. Tomaba el partido como una excusa para la convivencia con los cuates. Nos mamamos como cartón y medio de coronas. Yo fui el último en largarme. Eran las cuatro de la mañana. Dejé al Sebas roncando en su sala. No sin antes asegurar-me de poner la carne a descongelar.
Entre cerveza y cerveza desmenuzamos a fondo la situación de nuestro querido Tri. Según Salím nos chingaríamos a los alemanes. Estaba plenamente convencido
CASI NI DORMÍ. En parte por el miedo a que nos masacraran los alemanes. No podía dejar de visualizar en mi cabeza un marcador de ocho a cero. Obvio, a favor de ellos. Pero también porque estaba emocionado por el arranque del Mundial, y porque me juntaría con la raza a realizar tres de mis actividades favoritas ever: tragar carne, beber cerveza y ver futbol.
Para mí el Mundial es más que un torneo. Es una especie de criogenización. Durante su duración no hago nada. No trabajo. No atiendo a mi hija. No voy a nadar. Me dedico a ver la mayor cantidad de partidos posibles y a ver todos los programas de análisis. Así que la cama me escupió a las seis de la mañana.
Me pegué un baño y me tomé un chocomilk con leche vegetal. Putos cuarenta me han hecho intolerante a la lactosa, pero no me han quitado la costumbre de rendirle honores a Pancho Pantera. Estarán de acuerdo en que no importa qué tanto animal crudo vayas a deglutir, no puedes empezar el día con la panza vacía.
Cuando llegué a casa del Sebas encontré la puerta abierta. La maleta de carne había desaparecido. También las cuatro charolas de modelo que habíamos puesto a enfriar en tinas. Sebas tampoco estaba. Ni su carro. A los cinco minutos llegó Salím. Se venía chingando unos chicharrones con salsa y una coca. La inyección de ácido úrico mañanera. El café es para los débiles. Les digo, pararse temprano da un chingo de hambre. Traía, cómo no, su yersi de la Selección con el número 9. Puro Borgetti rifa.
Dónde está este verga, preguntó después de buscar al Sebas por todos los cuartos.
Sepa la madre, le respondí.
Pero si lo dejamos aquí anoche, fue el primero en rendir.
No. Y espérate, le dije. Asómate al patio.
Achingá, rugió. ¿La carne? Pero si ayer la puse a descongelar en el lavadero. Ah, cabrón, gritó doblemente espantado. No está la cheve.
En ese momento entró El Cholo.
Qué, ¿listos para la congestión?, preguntó todo contentillo.
¿Le dices tú o le digo yo?, solté.
El puto éste se fugó con la carne y la cheve. A ver deja checo, dijo, y fue a revisar la cochera. Y sí, también con el carbón.
Y ora qué hacemos, interpeló El Cholo.
Pus buscarlo y darle unos tablazos por pasado de lanza, repuso Salím.
No, pérate, atajó El Cholo. ¿Y si le pasó algo?
Mames, gruñó Salím. Qué le pudo pasar.
¿Y si lo asaltaron?, dijo El Cholo escamado.
Se pasó de lanza. Eso fue lo que pasó. Vamos a cazarlo para ponerle unas machichas por abusón. Seguro está en la casa de su jefa, incitó Salím.
En qué coche nos vamos, quiso saber El Cholo.
En el mío, se apresuró Salím a contestar.
A ver, calmados, culeros, intervine.
Se les olvida lo más importante: el partido. No quiero andar en la calle dando vueltas como pendejo en un carro mientras esté el juego. Vamos a ver seguir con el plan. Ya después ajustaremos cuentas con el pinche transa del Sebas.
PERO CÓMO VAMOS a seguir el plan original, chilló Salím. ¿No ves que nos dieron vajilla con todo?
A ver, el partido empieza a las diez. A esa hora empiezan a vender cheve. Nos aventamos un chinchanpú, a ver quién se lanza por las chelas, y ni pedo, el que pierda se va a perder los primeros minutos.
Y qué vamos a tragar. No pretenderás que vea el juego con el estómago vacío, protestó Salím.
La carne asada ya valió madre, aclaré. Podemos comprar carbón culero de ese del Oxxo y carne de la Soriana, pero yo no voy a asar ni madre. Ya estoy hasta la chingada de ser siempre el güey que asa la carne.
Ah, pos yo tampoco, dijo Salím. No voy a estar ahí cuidando que no se seque mientras ustedes ven el partido a toda madre.
Yo menos, terció El Cholo. Yo sólo vine porque el Sebas se iba a rifar de asador.
Bueno, y entonces qué hacemos, preguntó Salím. ¿Nos vamos al Denny’s a verlo y nos pedimos unos de esos brontodesayunos que llevan un chingo de hot cakes?
Yo paso, dije.
A mí se me ocurre algo, dijo El Cholo. ¿Les gustan las carnitas?
Agüebo, respondí.
No mames, ¿a quién no le gustan? Sólo a los pinches veganos. Pero a esos no les gusta nada. Ni pedir prestado.
Es que anoche mi tío me dijo que a las seis mataría un marrano. Y pos orita ya no deben tardar en salir las carnitas.
Cholito, le dijo Salím dándole un beso en la frente, eres mi puto héroe, como dice Enrique Iglesias.
Bueno, un problema resuelto, dije. Pero con qué nos vamos a bajar las pinches carnitas.
Mi tío siempre tiene cheve de reserva, dijo El Cholo. Le puedo pedir prestado un doce. Y cuando abran el expendio y vayamos a comprar pos se las reponemos.
No se diga más, dije. Tiéndete como cobertor San Marcos.
Eh, pero me tienen que recompensar, lloriqueó El Cholo. La próxima vez que vayamos a la cantina me tienen que pichar.
Te paramos todo lo que quieras, dijo Salím. Incluido un gramo. Y si me agarras de buenas hasta una pirujita del Ferran te invito.
Esto último hizo que El Cholo saliera disparado. Esculcamos la alacena del Sebas con la esperanza de encontrar algo para entretener la sed. Tá bien que era un divorciado que vivía solo pero se pasaba de puñe. Toda su despensa se reducía a un frasco de cátsup caduco, varios sobres de avena instantánea y una cajita de bicarbonato de sodio para engañar los olores de su vacío refrigerador. En el horno de la estufa, que nunca había sido usado, todavía conservaba el empaque, hallamos clavada media botella de yoni rojo. Nos armamos un trago con hielo y agua de la llave. El primer facho me supo a gloria. No tanto como para bajarme el encabronamiento por la puñalada que nos propinó el Sebas. Ojalá le hicieran daño nuestros cortes angus, al ojete.
Tá bien que era un divorciado que vivía solo pero se pasaba de puñe. Su despensa se reducía a un frasco de cátsup caduco, varios sobres de avena instantánea y una cajita de bicarbonato de sodio para engañar los olores
SALÍM DEBÍA DE ESTAR pensando lo mismo porque se bajó su vaso de un solo trago. Rato después comenzó la transmisión. Me dolieron los ojos de ver tanto traje típico. Y justo cuando iba a cambiar el canal, Salím amacizó el control. Pinche vaquetón, de dónde le salía ahora el amor por el folclor mundial. Me salí al patio, tras la pista de qué podría haber ocurrido con el puto del Sebas. No había indicios de nada, sin embargo, todo estaba claro. Ahora entendía por qué había sido el primero en caer. No estaba pedo. Se hizo el dormido para birlarnos todo. Con la borrachera que fingió tener no hubiera podido levantarse en cuanto nos fuimos. Mientras pateaba el pasto reseco del coraje, caí en cuenta de que no le habíamos llamado a su celular. Entré a la sala y se lo dije a Salím.
Seguro lo trae apagado, me contestó de lo más ecuánime. Pero si quieres márcale.
Le marqué y me mandó a buzón.
Ves, se burló Salí, te lo dije.
Y cómo sabías que lo traía apagado, lo interrogué.
Pus porque se nos fue al baño, puñe, contestó socarrón. ¿A poco crees que iba a estar whatsappeando?
Hijo de la burger, dije.
Nos armamos otros dos whiskitos.
Qué, pon musiquita, ¿no?, solicitó Salím y le puso mute a la tele.
Pensé que nunca me lo pedirías, le respondí. Ya estoy hasta la madre de los pinches comentaristas de la previa. Con esto te digo todo: prefiero escuchar al Perro Bermúdez.
Qué te pasa, pendejo, rezongó, El Perro es un máster...
Y para que dejara de ladrar puse “Toco y me voy” de la Bersuit y le trepé al volumen para que se tragara su propia espuma. Y en esas estaba yo, bailando la partecita del coro que dice: “toco y me voy / la camiseta es como un Dios / toco y me voy / no importa cuál sea el color”, cuando me llegó un olor a gloria. Eran las carnitas bien calientitas. El Cholo había regresado con la soleta y el doce de chelas, como había prometido.
¿Han oído hablar del sexo por revancha? Pues ese diecisiete de julio yo tragué por puritito coraje. Quería desquitarme con el abusón del Sebas, pero invertí mi energía en orquear como los grandes. Le entré a todo lo que llevó El Cholo. Al chicharrón, al cuerito, a las costillas, al buche, a las carnitas y a la achicalada. Me hice tacos de doble y triple tortilla. Con chingos de pico de gallo. Con cucharotas de salsa verde. A lo único que no le puse fue al aguacate. De hecho, cuando vi que había los quise esconder, pero Salím me los arrebató.
No te vayas a quitar la playera, me advirtió El Cholo al verme tragar de esa forma.
Quedamos como queríamos, jibados, saciados, llenísimos, a punto de reventar para el comienzo del partido. Cuando vi a Neuer caminar hacia la portería supe que no habría quinto partido. Ni cuarto. Ni tercero. Ni segundo. Estábamos ante el campeón. Y después de la goliza que nos meterían, no tendríamos cara para volver a pararnos en la cancha. Como tampoco la tendría el Sebas para parársenos enfrente después de aquello. Ni Joseph Blatter tenía el corazón tan frío para hacerle algo así a sus compas.
EN LOS PRIMEROS MINUTOS del partido notamos que ocurría algo extraño. Alemania no era Alemania. Es decir: no era la avasalladora del Mundial pasado. Nuestros muchachos se le estaban poniendo al tú por tú a Hummels, Boateng, Khedira, Kross, Özil, Müller y compañía. La pesadilla temida por todos se estaba convirtiendo en un sueño húmedo. Pensábamos bailar con la más fea y resulta que eran los alemanes los que estaban haciendo el papelón. Observábamos el partido con una incredulidad semejante a la que experimenta uno cuando ve sus resultados de laboratorio y descubre que no trae el colesterol alto a pesar de los tres platos de menudo que se despachó la noche anterior a la toma de la muestra.
Estaba bien clavado en los tres pulmones de Héctor Herrera cuando sentí un objeto ajeno en mi boca. Lo primero que pensé es que se trataba de un pedazo de hueso de una costilla. Pero era demasiado blando. Tardé en darme cuenta de que era un dedo. Era un dedo de Salím embarrado de aguacate. Aunque hace años que no lo pruebo, reconocí de inmediato el sabor.
Soy alérgico. Y la cantidad más pequeña que ingiera puede desatar un verdadero desmadre en mi organismo. Se me puede cerrar la garganta y obstruir mi tráquea. Esto me impedirá respirar. Lo que me llevará al desmayo. Y la única forma de revertir esto es con una inyección. Para lo cual me tienen que llevar al hospital en calidad de bulto.
Me levanté y empujé al manchado de Salím. Luego me le fui encima. El güey no paraba de reírse. Sabía a la perfección que me podía cargar la chingada. Y eso lo divertía más que los malos chistes del payaso Brincos Dieras. Le tiré el uno dos, pero no le atiné ningún golpe. Aparte de que andaba medio pedo, me sentía muy pesado por todo lo que había tragado. Recordé cómo casi me ahogaba la última vez que había probado el aguacate de manera accidental en una taquería. Para entonces la mamada que nos había hecho el Sebas me parecía poca cosa.
No te vayas a quitar la playera, me repitió El Cholo.
Perseguí a Salím alrededor del sillón hasta que lo alcancé. Forcejeamos de manera tan torpe que parecíamos dos peces fuera del agua brincoteando uno al lado del otro. Junto a esto un tiro entre inválidos era la pelea del siglo.
No te vayas a quitar la playera, insistió El Cholo.
Agarré a Salím del pescuezo y comencé a ahorcarlo. Y apenas le iba a morder una oreja cuando ocurrió lo improbable, lo impensable: Chucky Lozano le hizo un amague a Özil, disparó al poste izquierdo y metió gol. Solté a Salím y los tres comenzamos a gritar de felicidad. De la más pura e insoslayable felicidad. De una felicidad que no se vende en frasquitos. Por supuesto que me quité la playera y coreé el olé olé olé. Quién lo diría, ¿eh? La raza de bronce sin pulir castigando a los inventores de la aspirina.
PASADA LA EUFORIA nos sentamos y nos frotamos las manos en un gesto que significaba reconcentración. De aquí pal real. Si Corea del Norte se chingó a Italia en el ’66 todo era posible. Pero la alegría no se debía sólo a ir arriba en el marcador. Era también porque los alemanes no daban una. Parecían más confundidos que mi abuela la mañana después de haberse tomado dos sinogan de dos miligramos. Y no tenían ni cómo recomponer. Los cambios hicieron menos efecto que las tachas de cincuenta varos que venden en el baño del antro Américas de Guadalajara.
Me sentía a toda madre. Ni raro. Ni mal. Nada. Pero cuando me quise levantar para ir a miar no pude. Entonces me percaté de que tenía el cuello torcido. Más que torcido. Lo tenía pegado al hombro derecho. No podía maniobrar. Me dolía. Estiré la mano y toqué al Cholo en el brazo. No me peló. Seguía metidísimo en el partido. Volví a hacerlo, pero estaba tan absorto que no sintió nada. Lo tuve que pellizcar para que volteara. Apenas me vio soltó una carcajada.
Te dije que no te quitaras la playera, me regañó.
Yo no sabía qué ocurría. Salím volteó y también comenzó a cagarse de risa.
No te burles, culero, le espeté. ¿Ves lo que me pasa por darme aguacate?
No fue el aguacate, corrigió El Cholo. Te dio el aire.
Achingá, refuté. Yo pensaba que te diera el aire significaba ponerte pedísimo en el acto.
Sí, también. Pero ahora te dio el aire por la carne de puerco. Te torciste pues.
Estas cosas nomás le pasan a los morrillos, dijo Salím burlesco.
Me duele un chingo, dije. Llévenme a la Cruz Roja.
Tás jodido, dijo Salím. Yo de aquí no me muevo hasta que no se acabe el partido.
No sean culeros, les rogué. Me siento más duro que si me hubiera metido coca de San Joaquín.
Y si se queda así pa siempre este güey, le preguntó Salím al Cholo.
No lo asustes, dijo El Cholo. Orita que se acabe el juego lo llevamos a urgencias.
Ah, no. Qué urgencias ni qué la chingada, dijo Salím. Esto tiene arreglo fácil. Es el remedio infalible pa cuando esto pasa. A los ocho años fui a carnitas Coahuila con mi abuelito y me pasó lo mismo. Me enderezó en caliente.
Quedamos como queríamos, jibados, saciados, llenísimos, a punto de reventar para el comienzo del partido. Cuando vi a Neuer caminar hacia la portería supe que no habría quinto partido. Estábamos ante el campeón
SALÍM SE DESABROCHÓ el cinto y luego se quitó el pantalón y los calzones.
Qué verga vas a hacer, le pregunté.
Te voy a enderezar.
¿Y para eso te tienes que encuerar?
No, pero necesito los calzones.
Achingá, pa qué.
Para girarte la cabeza.
No mames.
¿Quieres que te enderece o no?
Sí quiero, pero no con eso.
Es que este jale sólo se puede hacer con esto.
¿Con unos calzones? No mames.
Sí. Es lo único que funciona.
¿Y tiene que ser con los tuyos? Hasta acá huele que no te los has cambiado en tres días. ¿No puede ser con unos limpios?
No. Tiene que ser a güebo con unos flameados.
Estaba tan desesperado que permití que Salím me colocara sus pinches calzones todos sellados en la jeta. Los agarró por los extremos y dio un tirón tan fuerte que la cabeza me rebotó en la pared pero mi cuello seguía unido al hombro. Dio un segundo tirón. Y después un tercero. Sin resultados. Asqueado y adolorido me quité los calzones con la mano izquierda.
No mames, dijo Salím mientras me observaba detalladamente. Quedaste peor, y comenzó a carcajearse el putete.
Dime, Cholito, dime la neta, le pregunté al Cholo. ¿Es verdad que estoy más torcido?
La mera neta sí, carnal, sin poder contener la risa.
Ya no mamen, les imploré, llévenme a la Cruz.
Aguántese, güey, dijo Salím. Y agregó: pero ai andaba el rey, haciéndose cuatro tacos en uno. Ahora chínguese.
NUNCA HE GOZADO TANTO ni sufrido tanto un partido. Ni ningún campeonato de Santos. Ni aquel juego en que le ganamos el oro a Brasil con goles del Horrible Peralta. Los minutos que le faltaban al juego fueron un doble suplicio.
El horror de que nos empataran, y el horror de sentirme tan inútil como una tortuga boca arriba. Me estaba miando. Pero ninguno de los dos culeros se apiadaba de mí y me ayudaba a levantarme. Uno como mexa siempre está esperando el golpe del destino que eche abajo nuestra felicidad. En esta ocasión no llegó. El árbitro pitó y la ratoniza le ganó al campeón un gol a cero.
Bueno, está bien, dijo Salím, después de tanto que los chingué, vamos a llevar a este puto a urgencias.
Mientras me ayudaban a ponerme de pie entró el Sebas gritando.
Goooooool gooooool gooooool, tomen eso, putos alemanes. Viva México, cabrones. Viva la Virgencita de Guadalupe. Viva El Chucky Lozano.
Apenas lo vimos le caímos en manada.
Toma tu gol, hijo de tu pinche madre.
¡Dónde estabas, culero!
Qué poca madre, ¿y nuestra carne?
Lo arrinconamos en la cocina y le llovieron madrazos con la palma abierta en las orejas, rasguños y patadas.
Aguanten, aguanten, pido esquina, rogaba.
Pero no paramos. Ya no queríamos desahogarnos. Era la misma euforia por haber aplastado a los alemanes la que nos hacía seguir pegándole.
Aguanten, aguanten, putos, imploraba.
A ver, pausa, pausa, ordenó Salím. Vamos a ver qué tiene qué decir el ojete.
Cuando me quise levantar no pude. Me percaté de que tenía
el cuello torcido. Más que torcido. Lo tenía pegado al hombro
derecho. No podía maniobrar
Sí, pinche Sebas, dónde están las cosas, le grité a dos centímetros de la jeta.
Se las llevó mi vieja, respondió.
Qué, preguntó El Cholo. Le diste nuestra carne a tu vieja.
No, pendejo, no se la di. Se la llevó. Vino en la madrugada y la sacó mientras estaba dormido.
Y por qué vergas, siguió El Cholo.
Pues porque no le he dado la pensión.
Y por qué no se las has dado, terció Salím. Te veo muy flaco, ¿no me digas que le andas poniendo a la piedra?
No, ya sabes que no le hago a esa madre. La neta estoy muy enviciado con el Melate. Y pues me he atrasado con la quincena de la morra. Por eso se ajuareó con la carnacua.
Y nosotros pagamos los platos rotos, ah, mira qué a toda madre, dijo Sa-lím. Súrtanlo.
Y otra vez le recetamos al Sebas jalones de greña, escupitajos, memas y nalgadas. Hasta que nos cansamos. En eso Salím se me quedó viendo fijamente.
Güey, ¿ya notaste?, me preguntó.
No, qué, le respondí.
Ya no estás chueco, dijo.
Y en efecto ya no estaba torcido. Ni me dolía el cuello y no tenía pedos para moverme.
Compremos más cheves para el siguiente partido, quién sigue, dije bien contento. Es más, yo las picho. Pero que vaya el pendejo del Sebas. Y como se le ocurra no volver empeñamos el refri de su casa para comprar otra maleta de carne.
Le di al Sebas para una charola de botes y mientras lo veía alejarse rumbo al expendio pensé en esos versos de La Bersuit que dicen: “toda la vida es un baile y te pueden bailar”. Y pues su exesposa nos había bailado con la carne. Pero eso ya no importaba.
Aquel día nosotros éramos los reyes de la pista. Aquel día nos habíamos bailado a los alemanes.