¿En qué año inició el siglo XX? La respuesta podría parecer obvia, si nos atenemos meramente a los números, pero si revisamos con más detenimiento el contexto del llamado fin de siècle, encontramos que es una pregunta mucho más escurridiza de lo que hubiéramos pensado. Me cuento entre los historiadores que consideran que el siglo XX, propiamente dicho, empezó en 1914, es decir, con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Al menos eso podemos decir de Europa, mientras que en México bien podríamos asegurar que su inicio está claramente marcado en 1910.
Vistas a la distancia de la historia, las cronologías resultan un tanto arbitrarias, y esto es aún más cierto cuando se trata del arte. Si tomamos el ejemplo de la Revolución, hubo una continuidad política y social que no comenzó a sacudirse —y desmoronarse— hasta que las armas acabaron con el porfiriato, y, por lo tanto, también con los estilos artísticos y con las modas de su tiempo. Es decir, las búsquedas e intereses de los creadores no se modifican por completo nada más porque cambió el año, como tampoco los gustos de los espectadores. Estos procesos no responden a pulcros cortes temporales, sin embargo, históricamente han sido utilizados para definir políticas públicas en torno a las herencias artísticas; desde cómo se conservan, hasta cómo el espectador debe estar en contacto con ellas.
Un especialista británico está cuestionando estas ideas. Julian Spalding dirigió diversos museos en las ciudades principales del Reino Unido, como Sheffield, Manchester y Glasgow, y ahora ha iniciado una cruzada para modificar radicalmente dos de los recintos para exposiciones más emblemáticos no sólo de la isla, sino del mundo; la Galería Nacional y la Tate, ambas ubicadas en Londres.
Muestra una historia del arte sesgada, en la que se asume que la pintura murió a partir de 1900
El motivo es simple: eliminar el año 1900 como criterio central de lo que debe estar exhibido en cada una. Aquella decisión se tomó en 1990 y establece que mientras la Galería Nacional se debe ocupar de los llamados “Viejos Maestros” de la pintura, la Tate se enfocaría en el arte moderno y contemporáneo. En esta coyuntura, se abre una oportunidad única para replantear esta política, que se inscribe en el marco del bicentenario de la Galería Nacional.
Para Spalding la división es problemática, porque supone que la pintura dejó de ser una gran forma de arte con el ocaso del siglo XIX; así lo explicó al periódico inglés, The Guardian. Es decir, muestra al público una historia del arte sesgada, en la que se asume que la pintura murió a partir de 1900. Basta con echar un rápido vistazo a la historia del arte para darse cuenta de que su presencia se mantuvo afianzada y que sigue muy viva hoy.
Entonces, ¿qué es lo que determina que un pintor sea un maestro? ¿Por qué lo son Vermeer, Tiziano y Cézanne —todos ellos artistas de la colección de la National Gallery—, pero no Matisse, Chagall o David Hockney? Bajo los criterios actuales de las instituciones museales del Reino Unido, y que por cierto, son los que rigen a muchas otras alrededor del mundo, lo único determinante son las fechas en que sus obras fueron producidas.
Esto es lo que Spalding cuestiona. Sus planteamientos en realidad abren la puerta a una discusión mucho más amplia sobre lo que consideramos histórico, así como su definición y sus límites. Cuando la mayoría de las instituciones que resguardan estas herencias artísticas tomaron forma como hoy las conocemos, el siglo XX estaba en pleno auge y, a falta de distancia en el tiempo, la cercanía con su producción cultural supuso la necesidad de hacer una cronología que separaba lo moderno de lo antiguo. Lo mismo sucedió en México, donde se introdujeron dos categorías: lo histórico, producido entre la Conquista y 1899; y lo artístico, creado a partir de 1900. Su conservación y estudio se dividió también entre dos instituciones, el INAH y el INBA, respectivamente.
Ahora que hemos entrado cabalmente a un nuevo siglo comienzan a plantearse dudas en torno a la arbitrariedad tanto de este corte temporal, como de sus categorías. Existen obras creadas después de 1900 que cumplieron 100 años, y con el tiempo, naturalmente, cada vez se sumarán más, sin embargo eso no pareciera ser suficiente para conferirles el
título de históricas.
Esto podría parecer un matiz sin importancia si su resguardo está garantizado, pero lo cierto es que no es así. La diferencia en cómo las nombramos está impactando en su conservación. Basta con darse un paseo por las colonias construidas en los primeros años del siglo XX, para verlo: día con día se destruyen inmuebles de las décadas de los 20 a los 60, con pavorosa velocidad. En el imaginario no resuena igual lo artístico frente a lo histórico, lo último brinda un aire de importancia que lo primero lamentablemente no logra transmitir.
Así como los museos podrían —y deberían— replantearse la pertinencia de continuar replicando discursos sesgados en torno a la historia del arte, un elemento más que tendría que estar en esta conversación son aquellas manifestaciones culturales que se encuentran en las calles y, por lo tanto, que están más expuestas a los embates del tiempo.
La Ley Federal de Monumentos fue punta de lanza en su momento: marcó la pauta para la normativa en materia de patrimonio, incluso fuera de las fronteras de México; sin embargo, recientemente cumplió 50 años y eso nos obliga a hacer una revisión. ¿Qué tan precisos resultan todavía los criterios aplicados hace medio siglo? Sin duda, es una pregunta que debemos hacernos.
A la propuesta de Spalding le han revirado que modificar la temporalidad de la cual se ocupa la National Gallery, sólo haría que los curadores no pusieran atención suficiente a los viejos maestros. Lo mismo podría decirse del caso mexicano, y es una reflexión válida, pero también es tiempo de pensar en cambios estructurales muy necesarios, no sólo en cómo miramos y valoramos las herencias culturales, sino en cómo las cuidamos para la posteridad.