Carmen siente coraje, miedo y asco cuando lee el mensaje privado en Facebook. “¿Quién eres? ¿Qué quieres?”, escribe molesta. “Fotos tuyas”, contesta un tal José Alberto. “Desnuda”. Vienen las amenazas: “Ya tengo dos. Las voy a subir”. En los últimos cinco años, la chica es atacada así en sus redes sociales. También por WhatsApp y llamadas telefónicas. “No sé cómo consiguen mis datos”, dice. “De pronto tengo muchas solicitudes de amistad”.
En algún lugar hay un sujeto sentado frente al celular o la computadora, el pantalón abajo y la mano puesta en el órgano que lo hace hombre. O eso cree él. En la pantalla está Carmen con los pechos desnudos. “Cambio seguido mi número. Así como yo, muchas mujeres viven asustadas”.
“NO DIGAS de dónde soy. No difundas mi ubicación. Sólo di que soy de un municipio de un estado pequeño de México”, pide la chica. Platicamos por WhatsApp. Su foto de perfil nunca es la misma. A veces hay un emoji sonriente. Otras muestran las líneas de expresión en las mejillas o los labios. Su rostro de 27 años siempre está oculto. Igual ocurre cuando viaja en el transporte público rumbo a la bodega donde trabaja. La imagino en un día de verano esperando el camión, con la cabeza cubierta por una kufiyya, el pañuelo árabe que en México llamamos palestina. Cualquiera pensaría que usa la prenda de algodón para protegerse del sol. Cuando aborda jala un extremo de la tela y tapa su rostro. De ese modo, los ojos quedan descubiertos.
No quiere ser reconocida. Las fotos de sus senos expuestos y su cara han viajado por internet desde 2015. Pablo —así llama a su exnovio— quiso vengarse cuando ella terminó la relación. Subió las imágenes a la web.
Me hace otra petición:
—¿Puedo cambiarme el nombre?
—Sí, claro. ¿Cómo quieres llamarte?
—Carmen, como la mamá del tipo que subió a redes mis fotos.
EXPONÍA DATOS en una junta de trabajo. En una pausa revisó su teléfono y leyó una amenaza de Pablo. Salió al baño. Respiró. Al tomar de nuevo el celular vio en Instagram su foto desnuda. Al regresar a la sala de juntas no era la misma mujer.
Se conocieron desde la secundaria. Asistían a un colegio particular, donde los chicos populares eran rubios y delgados. El cuerpo curvilíneo de Carmen le elevó la autoestima, porque además era divertida y hacía reír a sus compañeros. Pablo era un chico alto, regordete, de cabello rubio, facha desaliñada y buen carácter. El primer día de clases él le sonrió mientras estaban formados en el patio. Se hicieron amigos. Cuando terminaron la prepa cada quien tomó su camino.
Carmen se tituló de la universidad y comenzó a trabajar. Una tarde, Pablo la contactó por Instagram. Era encantador, bromista, se interesaba por sus actividades, le daba los buenos días y le deseaba buenas noches. Platicaban hasta agotar la batería de los celulares. Se enamoró. Dejaba las juntas para hablar con él, le ilusionaba verlo y escuchaba canciones que la hacían pensar en su boca, sus manos.
“Enséñame las tetas”, le propuso Pablo una noche por el chat. “Es normal”. Carmen liberó los pechos y tomó una foto de su cara sonriendo y los senos libres. Algo en el intercambio erótico de imágenes le gustó. Se sentía sexy, bonita, amada. Volvió a retratarlos cuando él lo pedía.
El encanto de Pablo desapareció. Se enojaba si ella no quería enviar fotos. “¡Estás jugando con mi inteligencia!”, vociferaba. Carmen creía que provocaba la cólera de su novio. Al final rompió con él. Cambió su teléfono. Fue doloroso. No vivió el luto del noviazgo porque sus proyectos laborales no podían esperar. Siempre estaba de prisa, pero alegre. ¿En qué andas?, le preguntaban y ella contestaba, en broma: “¡Estoy reforestando! ¡Voy a sembrar! ¡Quiero hacer composta!”.
Una noche fue con sus amigos al baile de la feria del pueblo. Dos tipos le clavaron la mirada. Luego los ojos gelatinosos de un borracho se perdieron en su escote; el hombre dejó escapar murmullos que apestaban a alcohol fermentado y al amargor de su hígado podrido. Sin esperarlo, el grito de un viejo la dejó helada: “¡Ya llegó la más puta del rancho!”. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué todos la miraban con lasciva? Carmen no entendía. Al otro día, en una reunión de trabajo, vio la foto de sus pechos en Instagram. Al terminar la junta renunció.
Un día Carmen iba por la calle cuando pasó una camioneta.
El chofer desaceleró y avanzó al paso de la chica.
Por la ventanilla salió una voz. —¡Eh, putita! ¡Súbete!
“¿QUIERES PASARLA RICO? Llámame, soy ninfómana y una cerda”, leyó bajo una de sus fotos en internet. Al lado aparecían imágenes de otra chica jugando con un dildo que luego introducía en su vagina. No era Carmen ni se parecía.
No importaba. En esta forma de ataque quien sube las fotografías hace creer que las dos mujeres son la misma persona y además incluye datos reales como domicilio, perfil de redes sociales y teléfono.
Carmen cambió su número para no recibir llamadas de hombres que le solicitaban servicios sexuales. Por las noches la náusea reaparecía. Vomitaba y no podía dormir. Se paraba frente al espejo y observaba los senos redondos, las curvas de sus caderas. Al ver su rostro, el mismo que veían los hombres mientras se masturbaban, sentía repugnancia de sí misma.
En las madrugadas eliminaba de Facebook a personas que no conocía y a excompañeros del colegio, que la insultaban. Escribía en el buscador La quemada, como la apodaron, para saber qué decían de ella. Buscaba en Instagram perfiles de pornografía para tratar de eliminar sus fotos. Dio de baja sus redes sociales y se encerró en su casa por tres años. No volvió a tomarse un retrato, ni siquiera con su familia. Pablo y sus amigos, hijos de los influyentes en el pueblo, se encargaron de que toda la gente de la localidad, incluso quienes no manejaban redes sociales, supieran de las fotos de la chica.
SU FAMILIA ERA TRADICIONAL. Su papá trabajaba para tener una posición económica estable; su mamá se dedicaba al hogar; su hermano mayor y hermana menor seguían el ejemplo de sus progenitores. Como a todas la mujeres de su pueblo, de niña le dijeron que se casaría, tendría un marido al que honraría con obediencia y sería una madre virtuosa, grata a los ojos de Dios.
Tras salir de la universidad se coló en la política. A los 22 años, un partido la lanzó como su candidata a un cargo público. Se le podía ver con damnificados, mujeres quemadas y niños de bajos recursos. Aunque no ganó, obtuvo impulso para desarrollar proyectos en favor de la comunidad. Era una señorita bien de la sociedad pueblerina.
Cuando se enteraron de las fotos, el papá y el hermano de Carmen le retiraron la palabra. En la calle, los gritos de apoyo se convirtieron en agresiones y los compañeros de trabajo la tachaban de ninfómana. Las mujeres no le hablaban pero la miraban de arriba a abajo con envidia, coraje y burla, todo junto. Cuchicheaban sin discreción y reían bajito. El colmo: unos homosexuales del pueblo le gritaron que era “una cerda”.
Un día Carmen iba por la calle cuando pasó una camioneta. El chofer desaceleró y avanzó al paso de la chica. Por la ventanilla salió una voz.
—¡Eh, putita! ¡Súbete!
Carmen siguió viendo al frente. Ignoró al sujeto, pero apresuró el paso.
—¡Que te subas, con una chingada! —ordenó el tipo, golpeando el auto.
Carmen corrió hasta perderlo.
—Cuando voy a ese lugar estoy en peligro —me dice.
CARMEN NECESITABA DINERO para solventar sus gastos. Un amigo le ofreció ser cocinera y lavaplatos en su restaurante. Aceptó. En la cocina nadie podría molestarla.
Una tarde, al terminar su turno fumó marihuana con un compañero del establecimiento. Se sintió triste. Bebió mezcal para olvidar el vuelco que tomó su vida e ingirió pastillas que encontró entre su ropa. Cuando llegó a casa, la borrachera hizo que liberara a gritos eso que la consumía.
—¿Por qué a mí? ¡Quiero justicia! —decía mientras estrellaba su cuerpo contra la pared de la estancia—. ¡Mátenlo! ¡Maten al hijo de puta! ¿Dónde está mi buen nombre? ¡Soy una estúpida! ¡Soy la puta del pueblo! —repetía, siempre llorando.
Terminó en el suelo.
—¡¿Quieres llamar la atención?! ¡Anda, sigue! —su padre bufaba con el rostro contraído por la rabia. Por primera vez en dos meses le decía algo. Después vio la bota de su hermano estrellarse contra su cabeza, mientras su mamá lloraba de vergüenza.
Su hermana la llevó al baño. Vomitó y no supo más. Cuatro días después abrió los ojos. Tenía dolor de cabeza. Estaba ahí su mamá.
—¿Qué pasó? ¿Cuánto tiempo pasé dormida?
—¿Todavía preguntas? ¡Eres una alcohólica y una adicta!
Se dio la vuelta y la dejó sola.
“PABLO ES UN JUNIOR, hijo de un señor con mucho poder”, escribe Carmen. “Me hubiera encantado difundir sus fotos para que sintiera lo mismo que yo, pero quise proteger a mi familia”.
Intentó denunciar. Primero fue al Ministerio Público de su municipio. Pidió hablar con la policía cibernética. Su pack ya estaba en grupos que en redes se nombran “quemones” o “las más putas de...”, donde intercambian fotos íntimas de mujeres, claro, sin su consentimiento.
—Aquí no hay policía cibernética —le contestó un agente—. Tienes que ir a la capital del estado.
Cuando llegó a la agencia de la capital tampoco sabían nada. Salió de la dependencia. Abordó un camión. Pensaba que era una burla para su familia. Pidió que la dejaran bajar. Se quedó inmóvil a la orilla de la carretera, esperando que algún tráiler la atropellara.
Horas después regresó a casa, fracasada. Tiempo después le diagnosticaron anemia: así su cuerpo gritaba de dolor.
—Ese cabrón no merece ser más feliz que tú —le dijo su hermana—. Inténtalo otra vez. No te quiero ver muerta.
Lloró por días. La sal de las lágrimas irritaba su piel blanca y marcaba surcos en la cara.
FUE CON UNA PSICÓLOGA que su mamá pagó. Habían pasado varios meses. La terapeuta le mostró la nota de un periódico que hablaba de una chica de Puebla que sufrió un ataque parecido: Olimpia Coral Melo Cruz. Cuando tenía 18 años, su novio filtró un video donde mantenían relaciones sexuales. Olimpia tampoco recibió apoyo de las autoridades. Le decían que lo que pasaba en internet no era tangible, por tanto, no había delito. Además, ella se había dejado grabar. Olimpia dijo que lo más difícil fue reconciliarse consigo misma, reconocer que no era culpable por tener vida sexual y que quien la traicionó debía sentir vergüenza, no ella. Carmen entendió que no era la única en esa situación.
Olimpia y otras víctimas se manifestaron para que la difusión de material íntimo, el acoso sexual cibernético y demás actos virtuales violentos fueran reconocidos y castigados como delitos. El 3 de diciembre de 2018 se aprobó un conjunto de reformas al Código Penal de Puebla. Le llamaron coloquialmente Ley Olimpia. Hasta este momento, 18 estados en México y la capital del país la han incorporado a sus códigos penales.
Carmen empezó a leer sobre feminismo y derechos humanos. Su familia y ella se mudaron a la capital del estado. Ahí conoció a la fiscal general, quien la orientó sobre casos de violencia digital; en un taller de género coincidió con Olimpia Coral. Cuando se abrazaron, por primera vez en mucho tiempo no se sintió sola. Ya empezaba a recuperarse.
IMAGINO A CARMEN sentada en el piso. Los ojos cerrados. El cuerpo en relajación. Su teléfono reproduce música de flauta. Ella respira muy suave. Una voz en la grabación repite cada cierto tiempo lo siento, perdóname, gracias, te amo. Se trata de hoponopono, un método de relajación y sanación creado en Hawai. “Con él he visto lo increíble que es mi cuerpo. Resistió todo, aunque aún me pongo triste y lloro porque mis fotos siguen en internet y seguro alguien gana dinero con ellas”, me cuenta. “Hoy estoy en un ambiente de amor y respeto, tengo otro tipo de amigas. Son activistas y son mis incondicionales”.
A veces Carmen debe ir al pueblo. Aún algunos hombres la miran con morbo y le piden servicios sexuales. En una ocasión entró a un bar a esperar a una persona. A los diez minutos llegó un grupo de amigos, después varios clientes solos. A la media hora ya no había mesas libres. Sin que se diera cuenta, el dueño del sitio le tomó una foto y la envió a un grupo de WhatsApp. El local se llenó a reventar. Todos cuchicheaban. Para ellos, Carmen era un fenómeno. Ella mira su realidad de otra forma. “Esa gente me da lástima. Ellos ven pornografía, son los agresores. No debo pedirle perdón a nadie. Mi vida la decido yo”.
“ME GUSTARÍA TENER UNA PAREJA —apunta—, alguien que no me lastime ni me ridiculice. Que no sea mi patrón ni tampoco mi agresor. Que sea mi compañero, mi igual”. Carmen quiere algún día cursar un doctorado en el extranjero. Se visualiza libre, caminando sin miedo por la calle, con escote y vestido corto, arreglada para ir a bailar.