Hace siete años y medio me invitaron a colaborar en este suplemento dos personas muy queridas, Delia Juárez y Guillermo Fadanelli, quienes pensaron que podía ofrecer algo a El Cultural. Acepté feliz, no solamente porque ya no me encontraba a gusto en donde colaboraba entonces, sino porque quise ser parte de un grupo de colegas admirables que estaban construyendo una publicación vital abierta a la novedad, pero que no rechazaba la tradición. Nada me preparó para la sorpresa de trabajar con Roberto Diego Ortega. En más de treinta años de colaborar en suplementos culturales nunca había encontrado a un editor como él. Tenía una enorme confianza en sí mismo, no necesitaba presumir de su vasto y diverso conocimiento, así como no temía mostrar su pasión y entusiasmo. Proyectaba autoridad en su disposición amable, astuta dirección, ecuanimidad imperturbable, justa presión y estar al tanto de todo. Mostraba una sensibilidad extraordinaria en todas las artes; el cine no era una excepción. Ponderaba las propuestas con enorme flexibilidad y agudeza. No buscaba agradar al público pero tenía un impecable olfato para intuir su gusto, de igual manera sabía afrontarlo con propuestas poco convencionales. Roberto balanceaba los contenidos con destreza, sin complacencia ni arrebatos pretenciosos.
DEBUTÉ EN EL CULTURAL el 26 de marzo de 2016, con un texto sobre el ensayo fílmico de la multitalentosa compositora y artista Laurie Anderson, Corazón de un perro, que es una reflexión sobre la muerte —la de la perra Lolabelle, la de su madre y la de su compañero, Lou Reed.
Roberto me felicitó con una honestidad que podía detener trenes y no confundí con un elogio frívolo. A partir de entonces sentí que teníamos una auténtica conexión y complicidad. Roberto me dio la oportunidad de explorar mis temas: la cibercultura, el extremismo, el horror corporal, la belleza y el uso de drones para matar. En numerosas ocasiones llevó estos asuntos, que podrían considerarse extravagantes o demasiado especializados, al centro de la discusión, a codearse con lo que llamamos la alta cultura, al publicarlos en las páginas principales del suplemento y no refundirlos en las hojas finales.
Perder a Roberto Diego de esta manera tan prematura es devastador, es quedar a la deriva y perder el aliento, pero también es la oportunidad de reconocer que su compañía, conducción y ejemplo nos hizo mejores, que tenemos la responsabilidad de cumplir con su confianza y el orgullo de haber formado parte de su visión.