Detrás de toda la leyenda del exceso y la mala leche había un creador superlativo. Y además to- talmente consagrado a su obra. Lou Reed (1942-2013) pasó, como todos los artistas, fases de producción de dudosa calidad, pero sus momentos inspirados ya habrían merecido el nobel que quisieran darle, pues su obra admite varias categorías.
Aunque ya había dejado de hacer canciones nuevas y su pasión de vejez eran las fotografías, Reed no olvidaba su mejor creación, la musical, y seguía diciendo que eran insuperables. Con gran dedicación, el músico neoyorquino se encerró en el estudio a pulir y abrillantar los filos de cada corte.
Según Laurie Anderson, viuda del artista, Lou lo echó todo en esas remasterizaciones últimas: “Puso su corazón en estos discos. No han sido suavizados, porque en ocasiones el trabajo reveló sus detalles y rugosidades de la manera más emocionante”.
Y así fue repasando, uno a uno, los 16 discos que editó en el sello RCA y Arista en el espacio de 14 años (1972 y 1986), hasta que se quedó sin fuerzas o quizá fuera el destino: cuatro meses después de la última remasterización, Reed fallecía.
En el libro que incluye la caja recopilatoria que acaba de ser editada, Lou Reed-The RCA & Arista Collection, hay información valiosa, como la que aporta el productor Hal Willner, que vivió de primera mano la revisión del músico.
“Todos los que estuvimos alrededor de Lou aquellos días fuimos testigos de algo precioso, cómo él mismo revivió ese periodo de su trabajo con la alegría de redescubrir con excitación sutilezas dentro de sonidos que no había vuelto a escuchar desde hacía años. Mirando atrás, esas sesiones, hasta casi cuatro meses antes de fallecer, maginifican lo sucedido”, reseña Willner.
“Estaba claro que Lou estaba preparado para marcharse, aunque nosotros no lo quisiéramos ver. Tampoco él lo aceptaba. Sus ganas de seguir y agarrarse a la vida eran contagiosas. Nadie podría haber luchado más duro en su intento de permanecer vivo. No había ni una célula en su cuerpo que fuese a aceptar la muerte y seguía aprovechando cada oportunidad que la vida le daba. Laurie y él salían cada noche a visitar a amigos, al cine, conciertos... sin importar cómo se sintiese él. Porque todavía no quería que se acabase la noche. Nunca”, agregá.
En el caso de Lou Reed estas revisiones de sus trabajos tienen un sentido especial, porque tanto él como su mujer, eran especialmente quisquillosos con el resultado sonoro. Escudriñaban el mercado por los mejores amplificadores y todo tipo de equipos: debían ajustarse a los exigentes criterios. En la reedición que ahora se presenta están incluidos 15 años de trabajo y de inspiración, un periodo que arranca con su primer disco tras dejar The Velvet Underground, que se disolvió en 1970, y que llega antes de cambiar de compañía, en el otoño de su carrera.
Aquí están algunas de sus mayores alturas líricas, esas que construyeron al artista-personaje, letras que hablan de drogadictos, travestis, prostitución y violencia. “En el estudio flotaban los fantasmas de todas sus épocas”, rememora Willner en el libro que acompaña la reedición.
La literatura contenida en sus versos se vestía a veces de forma canónica a los géneros, y en el siguiente trabajo con ambición iconoclasta. Así, en la caja se incluyen, por orden cronológico, piezas maestras como Transformer, Berlin y Rock & Roll Animal, como muestra de lo primero, y Metal Machine Music como demostración de que Lou Reed sólo obedecía a una persona: Lou Reed. Este último disco parecía un suicidio y lo fue.
Se devolvió masivamente a las tiendas por un sonido chirriante de imposible asimilación para el público y supuso un puñetazo en la cara de su discográfica, que le tuvo que consentir las veleidades de genio, sus caprichos, porque en cualquier momento podía publicar otro Sally Can’t Dance, un éxito comercial y convencional del que seguramente Reed se arrepintió enseguida. Fue su gran “¡que se jodan! a la industria”, rememora el productor.