"Roman J. Israel, esq." ante un drama fallido, Denzel Washington luce

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Foto: larazondemexico

Muy a tiempo para la inminente ceremonia de entrega de los premios de la Academia Norteameticana, llega la película de Dan Gilroy, que le ha valido la oportunidad de ir en busca de su tercer Oscar al siempre efectivo y además consentido de la academia, Denzel Washington. Y es precisamente el desempeño de este último, de lo poco que resulta irreprochable de esta producción, pues a pesar de contar con una manufactura sumamente correcta y un cuidadoso desarrollo del ritmo, termina por traicionarse a su misma y luego de una muy prometedora primera mitad, decepciona por completo quedando solo como un panfleto nacionalista apenas entretenido.

La historia gira alrededor de un abogado defensor idealista, que se ha desempeñado como la gran mente detrás de los procesos legales que resuelve la firma en la que trabaja. Brillante pero proclive a los comentarios desafortunados y a cierta arrogancia, por lo que estar lejos de los reflectores y el protagonismo resultó siempre muy conveniente. Sin embargo, su realidad se convulsiona, cuando pierde el cobijo de su mentor y se ve obligado a salir de la burbuja y enfrentar un mundo en el que pareciera ya no tener lugar. Se trata de Roman J. Israel, la encarnación del ser humano atrapado en sus creencias y que pese a sí mismo, descubre que el mundo le ha rebasado y se ha vuelto un revolucionario caduco. Un personaje que a los ojos de cualquier actor, ofrece múltiples posibilidades, mismas que por supuesto, Denzel sabe hacer efectivas. Con todo el oficio del mundo a sus espaldas y el apoyo del buen desempeño de Colin Farrell -El Sacrificio de un Siervo Sagrado (2017)- articula diálogos técnicos que parecieran filosofar, equilibra el patetismo con cierta dignidad, dejando al descubierto su fragilidad, y dotandole de una vitalidad que siempre parece a destiempo, llenándole de gestos y manías que le vuelven anacrónico e incomodo ante el espectador, pero al mismo tiempo sumamente interesante.

Lástima que la película no resulte tan fascinante y acorde a dicha interpretación. Es solo durante la primera mitad, que el también director de Nightcrawler (2014), ofrece algunos escenarios de mustia hostilidad que apoyan el relato, y mantiene el tono de orfandad y conflicto que acompaña el deambular del protagonista. Los puntos de tensión incluso se sostienen e impulsan el desarrollo. Después empieza a caer en las obviedades del drama, recurre a la fórmula más predecible y ofrece una resolución que raya en la cursilería. Pero eso no es todo, también permite que se vaya diluyendo el poderoso discurso que de inicio sustentaba la trama y cuestionaba los entresijos legales, que parecía hacer una exposición de lo despiadado del sistema e ironizaba con amargura sobre los principios y los ideales. Así pues, la convencionalizacion termina por llevarse a cabo, dejando para otra ocasión la crítica y reflexión que planteaba de inicio.

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