Game of Thrones desata fervor y apuestas por su última temporada

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El éxito de Game of Thrones no está sólo en la fantástica puesta en escena. Tampoco es únicamente por el goteo seductor de una intriga que envuelve los eternos móviles humanos: el amor y el miedo, el odio y la ambición, en un desprecio inagotable a los derechos naturales más básicos, empezando por el de la vida. Son esos hombres, como escribió Hobbes, que están “sujetos a un perpetuo e incesante deseo de poder que sólo cesa con la muerte”.

No es tampoco porque la famosa serie refleje una idea fantasiosa, mágica, de la Edad Media, vista con los ojos del tardo-romanticismo, donde el honor, la gloria, las casas reales, los estamentos, los señores feudales y el rey protector constituyen la esencia de la comunidad; esto es, la unidad coherente entre la forma de gobierno, las costumbres y las condiciones sociales.

El asunto es que detrás de la serie de aquel entramado que ha ido construyendo George R. R. Martin en sus novelas de Canción de hielo y fuego, y como asesor de la serie de HBO, hay un juego político muy intenso. En realidad, el escritor ha seguido la estela de Isaac Asimov, quien tomó la historia de la antigua Roma para su trilogía inicial de la Fundación, publicada entre 1951 y 1953. La historia del Imperio romano, escribió Maquiavelo en Discursos sobre la primera década de Tito Livio, enseña a cualquier príncipe cómo se construye un reino entre la gloria, la infamia, la confianza y el temor. Así aborda Martin la relación entre príncipes, salvando las distancias, claro.

La Khaleesi, princesa en el figurado idioma dothraki, perteneciente a la destronada Casa Targaryen, ejemplifica el papel de reina libertadora, populista incluso, cuya conquista del poder se basa en que se presenta como la destructora de tiranos. Su ejército lo componen antiguos esclavos castrados. Cuenta con tres dragones (ya sólo dos) que la reconocen como su madre. El dragón en la mitología Occidental, a diferencia de la Oriental, está vinculado a lo maligno –como en El hobbit (1930) y El señor de los anillos (1954) de Tolkien–, por lo que en Game of Thrones simboliza el control de la Khaleesi sobre el mal. La legitimidad de la Madre de Dragones está en la autoridad que despierta; es decir: en el reconocimiento de los demás de la bondad y coherencia de su proyecto.

Ambiciones y espadas. Los Targaryen, la Casa a la que pertenece la Khaleesi, unificaron en la antigüedad los Siete Reinos, cuyo símbolo es el Trono de Hierro construido con las espadas de los derrotados. Sin embargo, tras un periodo idílico de prosperidad, llegó un mal rey que acabó siendo destronado por la rebelión de Robert Baratheon. Este cambio desestabilizó la Arcadia, alimentó las ambiciones de otras casas e inició la decadencia. Por eso, detrás de la Khaleesi está el mito palingenésico, de muerte y resurrección, de tener al alcance la utopía humanitaria, libre de cadenas, fundada en el derecho natural. Es la paz perpetua de Kant, ese mundo idílico basado en la federación de pueblos “democráticos”. Ése es su poder.

Los Lannister, la Casa rival, simboliza lo contrario. Su poder descansa en la fortaleza de su administración y ejército, tanto como en el miedo que infunden y la represión que necesitan. No hay valores morales ni derecho natural que valgan, sólo la fuerza, la opresión y la intriga. Ni siquiera han creado un culto o una fe que genere la devoción de su pueblo, que vive entre el temor y el pan y circo. No es el Fernando el Católico que Maquiavelo enseñó a los Medici, sino una simple tiranía.

Por esta razón, esa ausencia de fe popular en el gobierno de los Lannister, esa necesidad que advirtió Mirabeau en 1791, es la que permite que un culto religioso primario ponga en peligro su poder. Al tiempo, en la serie se desarrolla una política “internacional” de altura, digna de la realpolitik. En Game of Thrones, como diría el general prusiano Karl von Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. No hay Estados, como en la Edad Media, sino señoríos con nobles, guerreros, religiosos, trabajadores y esclavos, donde casi todos buscan un primus inter pares en medio del caos. Ése es finalmente Jon Snow, un bastardo de la Casa Stark, cuya falta de “pureza” es suplida por representar el regreso al paraíso perdido por culpa de los Lannister, hasta el punto de volver de los muertos.

Las alianzas y rupturas entre las Casas Reales, los príncipes y señores, responden al reconocimiento de la legitimidad tradicional, que diría Max Weber, y a intereses económicos y geoestratégicos, sin dejar de lado el factor humano. A los Siete Reinos de Poniente, con siete casas reales, cuatro continentes, se unen las Ciudades Libres: nueve capitales, al modo de las Ligas comerciales y defensivas de la Europa moderna que se daban en Alemania y los Países Bajos. Su poder es económico, especialmente el del Banco de Hierro de Bravos, capaz de sufragar a la vez a ejércitos enemigos.

La serie de televisión basada en la saga de George R. R. Martin está así reconstruyendo la historia de la fundación de un nuevo país al modo de los historiadores antiguos, basada en la creación de mitos, mártires y enemigos que funcionan como arquetipos. No puede faltar, claro, el momento fundacional a modo del 14 de julio en Francia, donde se inicia una nueva era, el comienzo mitificado, de la memoria común, propicio para fundar la política.

En medio de la guerra entre la tiranía y los reconstructores de la comunidad tiene que haber, decía, un hecho fundacional, como en toda historia de la creación de un Estado nación, que se convierta en mito y referencia para una nueva época. Ésa será la guerra que, unidos todos los vivos, mantengan contra los Caminantes Blancos, zombis liderados por el Rey de la Noche, en la temporada que ahora se estrena y que avanzan, arrasando todo, una vez

sobrepasado El Muro.

No obstante, a pesar de lo descrito, no es que George R. R. Martin haya querido escribir un tratado de teoría política, es que el relato de la caída, guerra y creación de un reino, un imperio o un Estado, inmerso en un periodo de agotamiento de un paradigma y la resurrección o creación de otro nuevo, tal y como es Game of Thrones, no se explica con la lucha de clases como pretenden los marxistas. Es, como se puede ver, el desenlace de un espíritu de época, un Zeitgeist en expresión de Hegel, que atiende al planteamiento de cosas siempre actuales, como la soberanía, el poder, los derechos y la libertad, las naciones o pueblos, los golpes de Estado, la legitimidad, y el comportamiento humano.

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