En “Control Z”, nueva serie de Netflix, nos encontramos con una protagonista interesante, la chica rara de un colegio privado —para el cual usaron como locación el Edificio Luis Buñuel de los Estudios Churubusco—, con un pasado traumático, muy inteligente y, sobre todo, con una enorme capacidad para observar a los demás y analizar.
También tenemos un objetivo bastante llamativo: ella buscará descubrir la identidad de un hacker que, a través de sus celulares, amenaza a sus compañeros de clase con revelar sus más oscuros secretos y los presiona para traicionarse unos a otros, si es que quieren salvarse de ser expuestos públicamente. Además, de inicio todo va acompañado de una propuesta visual estilizada, que logra reflejar la vida juvenil actual, definida por el uso de los chats y las redes sociales.
Es una lástima que cada uno de esos tres prometedores ingredientes, conforme avanzan los capítulos, se pierdan en una amalgama más bien efectista, de conceptos ya muy vistos, que van de “Sé lo que hiciste el Verano Pasado”, a telenovelas como “Rebelde” y series tipo “Élite”. El primero de ellos, con aspiraciones a entregar una joven Sherlock, tiene un desarrollo intermitente: por momentos es importante, en otros queda en lo mero anecdótico y nunca se le saca verdadero provecho, debilitando por completo la intriga.
Lo segundo es sólo un pretexto para acercarse a temas ciertamente complejos, como la transexualidad y el bullying, que se quedan como apuntes en medio de una serie de situaciones llenas de estereotipos adolescentes, clichés tecnológicos y diálogos trillados, cuya ejecución únicamente atina a caer en los lugares comunes. En cuanto a lo tercero, es el envoltorio de una amalgama que no encuentra una verdadera identidad, ante lo efectista de sus pretensiones y las soluciones simplistas, aunque ofrece una hábil mezcla de estilos.
No podemos negar que “Control Z”, tiene claro el público al que va dirigido, apostando por la agilidad del ritmo y lo truculento de una trama juvenil, que se beneficia de episodios cortos para generar la expectativa, en un entorno escolar de lujos. Es por ahí que encuentra el enganche como producto de entretenimiento, uno disfrazado de novedad pero que es genérico y poco comprometido con su propia propuesta de reflejar cierta realidad —según palabras de los involucrados en su realización—, más allá de buscar que sea vendible, algo que ciertamente consigue.