El preludio en “El triángulo de la tristeza” de Ruben Östlund es alevoso y despiadado, con la pulcritud de la puesta en escena haciendo de seductora alcahueta para burlarse de las pretensiones del mundo de la moda que incluso cuando busca darle el más mínimo fondo a su inevitable frivolidad, termina por convertir en productos y no en prácticas de lo cotidiano, postulados como aquel que aquí usan para una pasarela “Todos somos iguales”.
Esa es la elocuente introducción de un joven modelo y una chica influencer, quienes habrán de servir para tejer disertaciones sobre roles de género, en charlas sobre cuestiones tan simples como pagar la cuenta del restaurante, o los celos provocados de forma prácticamente involuntaria por un empleado del crucero de lujo al que abordan gracias a sus likes.
Ya en pleno viaje es que estos toman un rol más de testigos, para dar pie a presentar al resto de los personajes, tripulantes afanados en el servicio, con el dinero como único interés y motivación de su amabilidad, y pasajeros multimillonarios, dígase una pareja de ancianos cuya cuestionable forma de amasar dinero les guarda una mórbida ironía, o un ruso descarado que en el escenario más absurdo desarrolla con el cínico capitán, la más lúcida de las discusiones sobre el socialismo y el capitalismo.
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Todo con la cámara subyugada al vaivén del océano, cual si anunciara que el mundo habrá de ponerse de cabeza, y hurgando en las entrañas del barco mientras las de otros se vacían en una frenética y nauseabunda pesadilla que transgrede el snobismo, hasta terminar varados en una isla. Oh sí, "El señor de las moscas" siempre referido y que se asoma de nuevo.
Es ahí donde, aunque deja atrás lo escatológico, cae en ciertas obviedades y alude a conveniencias para mantener el aislamiento, que el también director de “The Square” (2017) aterriza los planteamientos sobre el doble discurso, encarnando ambos lados en cada uno de los protagonistas, quienes no tardan en ceder a sus necesidades poniéndoles por encima no selo del respeto hacia los otros, sino hacia sí mismos, estableciendo de a cuerdo a ello nuevas jerarquías y privilegios.
Así entonces, es claro que los lineamientos sobre los que se desarrolla la sátira a final de cuentas no son tan novedosos, pero sí vigentes e incisivos. El acabado sofisticado, lo complejo de las exposiciones ya sean habladas o ejecutadas, en contraste con un pulso salvaje y el enfoque en el ridículo de la condición humana retorcida por las convenciones de la sociedad actual, validan esta sardónica declaración sobre el clasismo y la dignidad, y le colocan muy por encima del promedio de lo que suele llagar a la cartelera.
Sin duda “El triángulo de la tristeza” es una digna ganadora de la Palma de Oro en Cannes, y una firme candidata a ganar el premio Oscar a Mejor Película; claro, si es que este año los valores cinematográficos y el discurso son la prioridad para el criterio de los miembros de la academia.