El camino corto a la fortuna siempre luce tentador, pero también suele tener una desviación hacia los parajes de la ruina que llegan a convertirle en el más tormentoso y casi interminable trayecto.
De eso parece hablarle su joven hijo a la protagonista de la película “Mala suerte, buena suerte”, cuando después de dilapidar el dinero que ganó en la lotería y en la vorágine de excesos haberle abandonado siendo un adolescente, se ve en la necesidad de reencontrarse con él, y al ir en el auto le pregunta el por qué cuando la lleva conocer el departamento que habita, conduzce por la ruta larga.
Son de esos pequeños diálogos sobre el victimizarse y normalizar el culpar a los demás de los problemas propios, llenos de elocuencia profunda para alejarla del lugar común, que está plagada “Mala suerte, buena suerte”, de Michael Morris, película basada en una historia real sobre los estragos de las adicciones y el alcoholismo —el director retoma parte de la vida de su madre—, que aunque es un tema que se ha abordado en múltiples ocasiones para la pantalla grande, en pocas de ellas logran encontrar los matices suficientes para caminar por la orilla del precipicio hacia el enjuiciamiento de su propio protagonista, y mantenerse firme sin caer.
En ello por supuesto una de las principales responsable es la actriz británica Andrea Riseborough —“Amsterdam” (2022), “Funny Birds” (2023)— quien entrega una orgánica, pero precisa interpretación, con la rabia hilvanada por la tristeza y la amargura en los momentos justos para no vestirse de melodrama.
Para eso además cuenta con la complicidad de una cámara alejada de la estilización, de pulso algo alterado y a veces tan sucia y trasnochada como ella, con un desencantado empeño en revelar su humanidad que comienza a asemejarse a los tiraderos del estado de Texas por el que deambula, hasta que eventualmente se recompone para mirar tras la bruma de la borrachera.
A veces es algo repetitiva y por lo mismo con una extensión mayor de lo que necesitaba, sin embargo se trata de un filme que se plantea espeso como una resaca aparentemente eterna y engancha regodeándose con su tufo etílico para, tras el eco de los rechinidos de los acordes descompuestos anunciando la decadencia de la fiesta, apuntar a la salida y cual balada country irse materializando cadenciosa hasta convertirse en una invitación a dejar de esquivar el horizonte, a dimensionar el costo y el efecto de la palabra perdón, y finalmente hablar de la naturaleza de la redención.