Venom, el resentido simbionte de Marvel que llegara en la entrega de The Amazing Spider-Man No.252 (1984) durante Las Guerras Secretas —uno de los primeros macroeventos de los cómics— para marcar un antes y un después en la vida de nuestro querido y arácnido vecino llevándole a inesperados niveles de neurosis hasta culminar en una relación de amor odio, y luego de la mano de célebres artistas como Todd McFarlane —autor de Spawn— se convirtiera en uno de los súper villanos clásicos de los 90; en diversos aspectos fue muy poco afortunado con la adaptación de sus andanzas a la pantalla grande que pasó de los convencionalismos y la mediocridad a un fallido intento por alcanzar el humor negro que terminó desperdiciando a el sanguinario Carnage, interpretado por un actúele más que refectorio para el papel, Woody Harrelson —Asesinos por Naturaleza (1994), Zombieland (2009)—.
Sin embargo es innegable el éxito que las dos primeras partes de la franquicia han obtenido en la taquilla —Venom (2018), Venom: Carnage liberado (2021)—, gracias al carisma que consiguen con la dicotomía del personaje dando pie a simpáticas escenas tipo comedia de situación, yendo de la ironía al ridículo con juegos físicos y comentarios ocurrentes aligerando las acciones que en los hechos serían sumamente violentas, el cual pese a sus deficiencias le ha conseguido enganchar a un amplio sector del público.
En Venom: el último baile es al asumirse por completo dentro del humor mezcla de ciencia ficción y fantasía hasta alcanzar el rango de autoparodia (con todo y escena de baile incluida), que cobra sentido al patetismo de un Venom errabundo que va de México a Nueva York perseguido por la policía, el ejército y unos letales seres espaciales cuyo afán es el de utilizarle para liberar una amenaza capaz de consumir a todo el universo; que la película vuelve a hacer funcionar la saga como mero producto de entretenimiento.
Sobre todo por que bajo la dirección de la también actriz Kelly Marcel, quien aquí debuta tras las cámaras y se hace cargo del guion junto al actor protagonista Tom Hardy, sí se aprovecha con descaro su falta de rigor con respecto a sus propias reglas, como el proceso de comunión entre los simbiontes y sus huéspedes, que, por un lado ya nos habían dicho que requiere ciertas condiciones específicas, pero ahora vemos que puede pasar como si nada, en minutos y dejando consecuencias a conveniencia del guion, para entregar distintas y llamativas variantes de las criaturas.
La película también se da el lujo de elaborar un satírico homenaje a la idílica visión de la exploración espacial que tenía la sociedad en los 60 y que en los 70 se convirtiera en la ya hoy avejentada euforia por los OVNIs, muy acorde al concepto general que alude al estilo comiquero simple, otorgándole de paso una agridulce presencia al mito popular creado alrededor de la siempre referida Área 51.
Claro, la circunstancia de lo que hace único al personaje principal como la llave para que pueda escapar el que se plantea como un incontenible villano, queda claro que este mismo podría haber fácilmente encontrado la forma de replicarla, pero bueno, aquí ya ni ponerse exigentes con la congruencia de la trama.
Y ya ni hablar de que entre esta versión tipo la serie Alf (1986-1990) y la película Mi marciano favorito (1998), pudiera considerarse digna del tremendo Venom original del mundo de las viñetas, la película ya ni siquiera intenta hacerlo y prefiere apostar por no tomarse en serio, algo que le permite salvarse de la quema y ponerse un poco por encima de sus predecesoras lo que además en realidad no era nada difícil de conseguir.