El oscuro sesgo de crueldad con intenciones aleccionadoras e impregnando de fantasía que define de origen la tradición de los cuentos de hadas, en Párvulus: hijos del Apocalipsis, película escrita y dirigida por Isaac Ezban -Los Parecidos (2015), Mal de Ojo (2022)-, es entendido a la perfección y recuperado a través del concepto fílmico de los infectados y la línea antropófaga que le emparenta con el de los zombies, para con todo conocimiento de causa referir lo vivido durante la reciente pandemia mundial, convirtiéndole en el ideal y espeluznante antecedente de un pasaje distópico sobre la fuerza de los vínculos familiares y la forma en que se reinventan con tal de mantenerse ante las peores circunstancias.
En esta historia sobre tres niños que, aislados en una cabaña, están dispuestos a casi cualquier cosa con tal de protegerse del virus que transforma a las personas en seres voraces y sin conciencia, y mantener un inquietante secreto, por supuesto están presentes las situaciones límite que ponen a prueba la capacidad mental y física de los protagonistas, así como sus incipientes principios morales y creencias, mientras a su alrededor surgen desde otros sobrevivientes con ambigua presencia, hasta fanáticos religiosos, llevando el relato a deambular por claros y efectivos lugares comunes.
Sin embargo es el ímpetu reflexivo sostenido sobre una cautivadora mezcla de sentimientos donde las dosis de ternura son directamente proporcionales a lo escabroso de las disyuntivas y su respectiva solución, así como el inteligente enfoque de los cuestionamientos, lo que les viste con un tono evocador para que entre el horror adquieran un nuevo y sugestivo trasfondo, encontrando sus puntos más álgidos en una perturbadora cena de navidad que pondera la agridulce empatía hacia las situaciones de enfermedad, y en la conclusión general a la que sin traicionar su vocación por el entretenimiento se encaminan sin tropiezos.
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La propuesta visual de colores pálidos con pequeños toques de color representando los resabios de una humanidad ahora carcomida por sus propios errores y excesos, aunada a los contrastes de luz siempre aplicados con un sentido dramático que proyecta el desasosiego de algunas situaciones o intensifica lo convulso de las actitudes de ciertos personajes, las transiciones donde la cámara recurre al gran angular para enrarecer la mirada, y al minucioso diseño de producción que retoma elementos de un mundo análogo extinto, consigue una solida contextualización y le otorga identidad a una película tan espeluznante y conmovedora como profundamente personal, que se convierte en una de las mejores propuestas mexicanas de genero en los últimos años. Se pudo ver en el Festival Internacional de Cine de Morelia y forma parte de la programación del Festival de Cine de Terror Mórbido.