De todos es sabido que si algo caracteriza a Guillermo del Toro es una particular fascinación por la naturaleza del monstruo y sus distintas manifestaciones como concepto, cuestión que está completamente presente en “El callejón de las almas perdidas”, su nueva película.
Es por ello que no resulta ninguna sorpresa, que a la hora de entrar de lleno en los parajes de un género definido por marcados rasgos estéticos circunscritos a un sádico afán por develar la podredumbre humana —los cuales para nada le son ajenos—, no sólo se sienta cómodo, sino qué los asuma con una naturalidad abrumadora, sacándoles el mayor provecho al hacerles comulgar con el fondo que le da sentido a los códigos visuales de su estilo.
Esto da como resultado una propuesta alejada de los elementos fantásticos de otras de sus películas, pero igual de cautivadora que cualquiera de ellas, además de profundamente comprometida con una nueva mirada a su acostumbrado discurso sobre la otredad.
Desde los primeros minutos de esta nueva adaptación de “El callejón de las almas perdidas”, novela original de William Lindsay Gresham —llevada ya a la pantalla grande en 1947 con Tyron Power encabezando el reparto—, sobre un vividor que luego de su encuentro con una supuesta vidente, encuentra el camino para montar espectáculos y estafar millonarios; apuesta por la parsimonia como su principal y agudo instrumento.
Es así que, aunque termina cediendo a una extensión más allá del formato comercial, logra delinear un esperpéntico micro universo de miseria, llevando con sutileza la transición entre los pasajes que aún mantienen apuntes a la extravagancia retorcida de la imaginería que luce a lo largo de su filmografía, y el drama propio del legendario cine negro.
Ese que se refleja en visiones de estructuras laberínticas íntimamente ligadas a la narrativa, con las sombras retorciendo rostros y deformando figuras, donde se viste de enfermiza belleza ya sea al humo de un cigarrillo, la luz proveniente de los faros de un auto o la que se cuela por las puertas y ventanas.
Un producto de la pesadillesca interpretación de las grandes urbes consolidada en la pantalla grande de la postguerra, y cuya versatilidad en cuestión de signos más allá de la época, vuelve a quedar patente aquí, al nutrirse con el tufo decadente que le arranca al entorno de las atracciones de feria donde la dignidad se diluye sin remedio, el otrora director de “El espinazo del diablo” (2001), “Hellboy” (2004) y “La forma del agua” (2017).
La fatalidad por supuesto es una constante que al momento de alcanzar su punto más álgido y explotar, abre por completo la puerta para que la mano amenazante de dicho género que se había mantenido a la saga durante todo el relato, sumiso ante la elegante elaboración que le ofreció un minucioso desarrollo emocional a los arquetipos que le distinguen; tome el control reclamando su derecho a consumir con brutalidad entre calles asfixiantes y muros que se estiran espectrales, a su protagonista interpretado por un Bradley Cooper en plena madurez actoral, quien nunca lucha con su lado más oscuro, sino que convive y se regodea con el.
“Nightmare Alley” —por su título original—, no representa un cambio radical para el realizador mexicano, sino una sólida resignificación de los recursos que domina, haciendo aún más despiadada su declaración.
Esta vez el contraste con la inocencia y otros sentimientos, a través del cual ofrecía la posibilidad de la redención, mientras se materializaba lo extraordinario con melancolía y cierto romanticismo, prácticamente se extingue ante la exposición de ese lado terrorífico que habita en el interior de cualquier persona, y del que siempre nos ha hablado.
No hay criaturas extraordinarias, aquí todos somos monstruos o estamos en vías de serlo, sólo hay algunos más conscientes de ello y sacan partido detonándolo en quien tienen cerca y en sí mismos, hasta perder el control y encaminarse irremediablemente a la perdición. Convertirse o convertir a los demás en monstruo, todos somos factibles de lo primero, y en mayor o menor medida ejercemos lo segundo, el resultado es el mismo.
rc