Ante “La última función de cine”, esta historia sobre un niño de un pueblo remoto en la India, que al verse deslumbrado por las imágenes provenientes de la pantalla grande, encuentra como único subterfugio dentro de su entorno lleno de necesidades una sala de cine y su relación con el proteccionista a cargo, contagiando del entusiasmo por ese descubrimiento a su grupo de amigos e incluso su comunidad; es inevitable pensar en obras emblemáticas como el clásico “Cinema Paradiso” (1988), de Giujseppe Tornatore, o brillantes propuestas recientes como “Belfast” (2031), de Kenneth Branagh, e incluso “Los Fabelman”, de Steven Spielberg (2022).
Pero no nos equivoquemos, hay rasgos muy específicos por los que “La última función de cine”, de Pan Nalin, la cual por cierto fue la elegida por su país para representarlos en la búsqueda de las nominaciones a los premios Oscar, luce una cautivadora identidad y el empuje necesario para exponer sus propias reflexiones.
De entrada hay que destacar los matices que dimensionan al protagonista quien lejos de ser un modelo de inocencia inmaculada, dentro de su ingenuidad al borde de la adolescencia y acechada por el mundo adulto que le exige y le reclama, luce impulsos cuestionables que solo se validan debido a lo incipiente de su naturaleza ante un entorno de pobreza, pero que al mezclarse con el cariño genuino que junto a la rigidez excesiva y el sacrificio materno y paternal define el núcleo familiar al que pertenece y le deja lecciones trascendentales, adquiere una abrumadora carga de humanidad con la que la identificación del espectador es inmediata.
Es una delicia además la propuesta visual enmarcada por tomas abiertas de parajes campiranos interminables donde entre intensos tonos ocre la luz va tomando el protagonismo, hasta que se convierte en la materia prima dentro de la ficción de secuencias sobre la búsqueda artesanal de los personajes por dar origen al fenómeno fílmico, recordándonos así su perfil inicial como experimento científico y nuestra capacidad para sorprendernos con ello.
Cierto es que a veces el director abusa de las conveniencias que transgreden la verosimilitud en favor de la trama, mismas que agrietan las ataduras con la realidad que hacen funcionar el ensueño convertido hacia el final en la pesadilla del desencanto de crecer, como por ejemplo cuando el protagonista va tras el vehículo que habrá de llevar a su destino final aquellos objetos contenedores de la magia cinematográfica.
Sin embargo, es el profundo significado de los símbolos que de forma gradual van cobrando un mayor peso dramático, junto con la irrefrenable carga de nostalgia que también va en aumento, sostiene un relato que se presenta como una entrañable y bella materialización del idilio entre el cine y la etapa infantil con sus agridulces procesos, en un claro paralelismo dentro de una oda al camino recorrido por el arte que cambió la forma de ver el mundo en el siglo XX y del cual seguimos enamorados.