Así nació Cantarell, así se está muriendo

Foto: larazondemexico

Por Rubén Cortés >

Oye vieja, creo que hay chapo en el Carmen.

La frase, dicha por el pescador Rudecindo Cantarell a su mujer mientras masticada con parsimonia un pedazo de tortilla con sal, iba a detonar la historia moderna de México, desde el faraónico anuncio de López Portillo de que “tenemos que acostumbrarnos a administrar la abundancia” hasta el más sombrío del presidente Felipe Calderón: “El petróleo se nos anda acabando”.

Una mañana de 1958, Rudecindo, un pescador de Isla Aguada, había tirado el aparejo en la sonda de Campeche y observado en la superficie una mancha de aceite que salía de una enorme burbuja. Creyó que era petróleo. Se le quedó la idea y cuando volvió a casa se lo contó a su esposa.

Pasaron años y en cierta ocasión pescó una tonelada de huauchinango entre las piedras del Ixtoc y fue a venderla a Coatzacoalcos, donde recordó su hallazgo ante amigos camaroneros, quienes le dijeron que tenían un conocido que debía enterarse de inmediato: el ingeniero Javier Meneses, entonces superintendente de exploración de Pemex.

—Ingeniero, parece ser que ahí por donde trabajamos en la sonda de Campeche hay una chapopotera y hasta parece que uno se encuentra en una gasolinera, porque cuando el viento está de este lado se huele mucho a gasolina. Yo creo, sí señor, que es petróleo. ¿Será señor? —le dijo Rudecindo.

—Pos yo creo que sí, usted dirá. Respondió Meneses y tardó un sexenio en reaccionar. No fue sino hasta el 1 de marzo de 1971 que envió a los ingenieros Serafín Paz y Mario Galván para que Rudecindo los llevara a observar el chapo.

El campo empezó a funcionar ocho años más tarde, un 23 de junio, con el nombre de “Cantarell”, en homenaje a su descubridor, quien, en pago, obtuvo una pequeña pensión oficial hasta su muerte en 1997, a los 83 años; además de que el Sindicato Petrolero le obsequió una plaza a su hijo, que perdería luego por meterse en problemas laborales.

Cantarell ha sido desde entonces la locomotora de la economía nacional, aunque su capacidad se agota. En la actualidad cuenta con 34 yacimientos que generan 800 mil barriles diarios y es superado ligeramente por la vecina región de Ku Maloob Zaap, que extrae 814 mil.

El de allí es un hidrocarburo revuelto con azufre y metales, pesado, que compran bien las refinerías del sur de Estados Unidos, la zona donde surgió la industria, a mediados del siglo XIX, con las imágenes épicas de unos tipos hirsutos y sarmentosos, de Texas y California, que hincaban torres de palo en el suelo y se retrataban junto al chorro de crudo.

Hay dos clases de petróleo mexicano, el “maya” y el “istmo”. Lo que se enumera en las estadísticas como “la mezcla mexicana” no es, como sería lógico pensar, una amalgama de ambos, sino la combinación de los precios que alcanzan uno y otro en el mercado mundial.

Vista en una fotografía de satélite, la maraña submarina de tres mil 559 kilómetros de ductos que lleva y trae el crudo del Golfo parece una obra plástica del abstracto más puro, estilo Piet Mondrian, con fondo azulado, verdoso y oscuro, salpicado de rayas, curvas y mazos de color rojo.

Sin embargo, pronto será una figuración: a la chapopotera prodigiosa de Rudecindo —que catapultó al país como primer exportador en los setenta— le restan seis años de vida y tres mil 603 millones de barriles.

No es una escasez propia de Cantarell, sino que abarca todas nuestras aguas someras (30-50 metros de profundidad), en las que existen reservas por sólo 44 mil 483 millones de barriles. De ahí la lúgubre predicción del presidente Calderón el 22 de enero de este año en Oaxaca: “El petróleo se nos anda acabando”.

Es cierto, aunque únicamente en aguas someras: 10 días después del pronóstico presidencial, la trasnacional Chevron encontró en la zona estadounidense del Golfo un yacimiento de 500 millones de barriles.

El hallazgo, a 2 mil 100 metros, fue obra de novedosos equipos y técnicas que sólo poseen corporaciones privadas, cuya participación en México está prohibida en la Constitución, algo que el Congreso se niega a revisar.

Pero el petróleo fácil se agota. El que en 1979 salía en Cantarell en un tirante de 30 metros es ya un sueño remoto. Ahora hay que buscarlo en lo más hondo del lecho marino, con equipos que nada más tienen las transnacionales.

En cambio, la falta de tecnología originó en 2008 el cierre de pozos en Cantarell porque Pemex carecía de equipo para inyectarles nitrógeno y acelerar la recuperación de hidrocarburos, por lo cual se dejaron de extraer 40 mil barriles diarios.

Reviso estas estadísticas mientras el helicóptero que me transporta sobrevuela la sonda de Campeche, cuya riqueza antaño nos obligó a “administrar la abundancia” y su pobreza de ahora nos avisa que “se nos anda acabando”.

Pienso entonces en unos versos de Carlos Pellicer:

“El día jugó su as de oro

y lo perdió en tanto azul”

El descubridor

En 1958, Rudecindo Cantarell, un pescador de Isla Aguada, tiró el aparejo en la sonda de Campeche y observó en la superficie una mancha de aceite.

Años después, cuando fue a Coatzacoalcos a vender el huauchinango que había pescado, recordó su hallazgo ante amigos camaroneros.

Lo llevaron con el ingeniero Javier Meneses, entonces superintendente de exploración de Pemex, quien el 1 de marzo de 1971 envió a dos ingenieros con Rudecindo para que les mostrara su hallazgo.

Ocho años más tarde, un 23 de junio empezó a funcionar el campo, con el nombre de “Cantarell”, en homenaje a su descubridor, quien, en pago, obtuvo una pequeña pensión oficial hasta su muerte, en 1997, a los 83 años.

Mañana: Pemex

y Las Siete Hermanas

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