RAÚL ABRAHAM CASTRO CORONA
Tinta ITAM
Hay sentimientos que no tienen nombre porque las palabras sólo expresan lo compartido. La inefable experiencia humana trasciende el diccionario del Estado, la moral del burócrata o la sentencia del fiscal. Del rango de emociones experimentadas por un ser humano, la más perversa es ser víctima de una injusticia; cuando ocurre, la frustración e impotencia desdibujan el sentido de vivir. La rabia y el odio alternan días con el duelo y la culpa. La indignación deja una cicatriz permanente en la voz de quien la padece.
Uno. Hace unos días, se dio extensa cobertura al caso de una menor de edad violada por compañeros universitarios. El esfuerzo de su padre, Javier Fernández, por combatir el cinismo de los agresores hizo visible el tráfico de influencias en Veracruz. Dos. Días después, Fernanda Cruzada denunció el abuso sexual del que fue objeto su hija; este caso involucra al hijo de un funcionario del gobierno estatal. Tres. En la Ciudad de México, la periodista Andrea Noel fue agredida sexualmente a plena luz del día en una de las colonias más exclusivas. Su denuncia pública sólo resultó en repugnantes manifestaciones de misoginia y machismo.
Tres mujeres víctimas cuyas tragedias se hicieron públicas. Tres casos que develan cuatro realidades:
• Las agresiones sexuales están presentes en todo segmento de la población, sin importar nivel educativo o socioeconómico.
• Los excesivos privilegios de la clase política devienen una generación que cree tener derecho a lo que le plazca, que carece de empatía alguna y que trata a los demás como meros objetos.
• La opinión pública rechaza las denuncias de una mujer empoderada que es agredida; el morbo triunfa al deslegitimar demandas que son no sólo razonables, sino también necesarias.
• En México, ser mujer es un riesgo mayor. La gran mayoría ha sido víctima de algún tipo de agresión o lo será a lo largo de su vida.
Como hombre heterosexual, estos casos son el punto de partida para pensar fuera de mi privilegio. Me es inevitable pensar en las mujeres en mi vida y lo que haría si recibieran una agresión. Me siento obligado a revisar mis acciones. Siento una urgencia por pedir disculpas a nombre de mi sexo, pero sé que no basta. Pensar en lo que viven las mujeres en el trasporte público, pensar en lo que viven al caminar por las calles… De repente, las redes de trata o los feminicidios dejan de ser meros encabezados de noticias. El horror no encuentra explicación: el agresor no entiende de razones.
Participar de los sentimientos del otro —tener compasión— no es vivir con otro su desgracia. Cuando un ser amado sufre, se apodera de nosotros una urgencia existencial por revertir su angustia. Ante la imposibilidad de cambiar su experiencia, nos entregamos a la redención del tiempo. Cuando un extraño padece, nuestra compasión sólo es proporcional a la cobertura mediática que se le dé al tema. La vida del espectador sigue; la de la víctima cambió para siempre. El olvido, la burocracia y la incapacidad de hacer justicia sólo benefician a una casta de victimarios que se regocijan.
¿Qué queda por hacer?
Basta de construir una identidad con base en el privilegio. La injusticia habla el lenguaje de la impunidad; no seamos indiferentes. El poder de transformar no sólo radica en el Estado; redefiniendo los mecanismos discursivos y narrativos podremos cambiar nuestra sociedad. Y no existen palabras mágicas —buscarlas resulta inútil. Mostrar interés es un primer gran paso revolucionario cuando la indiferencia es un látigo silencioso.
Como bien afirma la escritora oriunda de Comitán, Rosario Castellanos:
“Si (los hombres) se muestran accesibles al diálogo, tenemos abundancia y variedad de razonamientos. Tienen que comprender, porque lo habrán sentido en carne propia, que nada esclaviza tanto como esclavizar, que nada produce una degradación mayor en uno mismo que la degradación que pretende infligir a otro.”
@RaulAbCastro
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