Indiferencia y empatía, los claroscuros que vive una caravana migrante

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La decisión está tomada, ya no hay marcha atrás. Algunos saben lo que les espera, la mayoría no. Ropa, medicamentos y papeles oficiales, serán las únicas pertenencias que llevarán consigo. Lo demás, lo almacenarán en su memoria.

Los hijos seguirán a sus padres, mientras muchos adolescentes no acompañados, también emprenderán la marcha rumbo a lo que consideran “una mejor vida”.

Aunque siempre ha existido, es notorio que la migración está más latente que nunca. Conflictos sociales, económicos y situaciones de violencia, se enumeran como las principales causas que obligan a la gente a dejar sus naciones.

La madrugada cae sobre San Pedro Sula, Honduras, y Jenny, Jeremy y su primogénito de apenas cuatro meses de edad, toman el autobús rumbo a la ciudad de Tecún Umán, Guatemala, donde se reunirán con más personas para partir en caravana rumbo a México. Unos metros más adelante, David de 17 años, hace lo propio.

Ninguno desearía encontrarse en esta situación, pero no les queda más opción. A lo largo de una semana, sin saberlo, sus destinos y los de miles de personas más, se entrelazarán en la búsqueda de llegar a los Estados Unidos.

“Nosotros salimos de Honduras porque no hay trabajo, yo necesito mantener a mi familia, no podemos quedarnos a morir, necesitamos vivir”, expresa Jeremy bajo el abrasador sol matutino de Ciudad Hidalgo, Chiapas, mientras camina junto a más de dos mil personas que integran la caravana que ingresó a México el pasado 12 de Abril.

Detrás de él, tratando de seguirle el paso Jenny, su esposa, visiblemente agotada, carga en uno de sus brazos al pequeño Jeremy de cuatro meses de edad, quien en ningún momento levanta la vista del suelo aunque alguien le llame. ¿Este gesto será normal en un bebé, o el camino ya habrá hecho estragos en él?

Después de 10 horas de caminar, los migrantes han llegado al Parque Central de Tapachula. Con la poca energía que les queda, gritan, aplauden y celebran su ingreso al pueblo. La gente local los mira con recelo. Es notorio que no los quieren ahí.

“Oiga, ¿no sabe que ruta seguiremos para los Estados Unidos?” pregunta al otro día un adolescente alto, de ojos color café claro y cabello crespo. Su nombre es David, tiene 17 años, y decidió partir solo desde Honduras.

“Yo estaba estudiando en el Centro Técnico Hondureño Alemán, pero están ingresando pandilleros. En el lugar donde vivía obligaban a los jóvenes a vender marihuana, cocaína, etcétera, y cómo yo me negué, amenazaron con matarme”, explica.

— ¿Tus padres te apoyaron en esta decisión?

— Ellos están asustados y más que nada por eso me apoyaron, preferían que me fuera, a perder la vida de su hijo.

Luego de dos días en Tapachula, el momento de partir ha llegado y su destino próximo será el municipio de Huixtla, localizado a 41.2 kilómetros. Para sorpresa de los locales, el Parque Central ha quedado limpio, pues antes de partir en la madrugada, los migrantes han alzado la basura. “Queremos ser una caravana diferente”, dicen.

“¡Péguense a la derecha por favor!” gritaba constantemente José Cabrales Pérez, suboficial de la Policía Federal, encargado de escoltar al grupo. Con sus constantes llamados de atención, evitaba que los migrantes se salieran del carril asignado en la carretera Tapachula-Arriaga.

Los federales, los que muchas veces, según la creencia popular, no son dignos de confianza, demostraron más humanidad que muchos otros. Ellos, vivieron en carne propia parte del suplicio que atraviesan los migrantes. No fueron indiferentes a lo que sucedía a su alrededor.

A pesar de que la orden era únicamente custodiar, a bordo de las patrullas, a la caravana de migrantes que para este momento ya rebasaba las cinco mil personas, los elementos a cargo del suboficial originario de Tabasco, se bajaron de su unidad y caminaron 12 horas junto a estas personas.

Inclusive, para ellos, entrenados para soportar climas adversos, la temperatura que oscilaba los 37 grados centígrados, era algo insoportable. Aun así, sólo de vez en cuando detenían su marcha para tomar agua, comer un chocolate o una naranja, y regalarles un poco de sus alimentos a los menores que iban pasando.

“¡Policía, policía!”, grita una niña de unos seis años de edad que su papá trae en una carriola. “¿Qué paso?” le contesta José, quien momentos antes había recogido un mango tirado en la carretera y que ahora se está comiendo.

“¡Está comiendo mango!”, le grita al federal la pequeña sorprendida, mientras le enseña feliz que ella también se está comiendo uno. José sólo ríe, al igual que el resto de los presentes. La escena ha dejado a todos conmovidos.

Manteniendo el paso Arely, oriunda de Honduras, apenas si puede hablar con claridad para explicar que la niña que un señor lleva dentro de una caja de plástico arrastrada por un cinturón, es su hija.

Entre sus pertenencia, Arely sólo trae consigo una pequeña mochila en la que sólo carga ropa de la niña y antibióticos. Ella, al igual que la mayoría de los migrantes, no encontró espacio en su maleta para algún objeto entrañable.  “Los recuerdos los llevo en mi mente y en mi corazón”, señala.

La caravana, luego de 18 horas, por fin ha llegado a Huixtla y, contrario a la alerta que la policía municipal emitió para el cierre de comercios argumentando que “venían de forma violenta”, los migrantes que lograron llegar hasta aquí, en calma y agotados, se dirigieron inmediatamente al parque local para descansar.

Al otro día, arribarían los grupos restantes que se habían retrasado. No obstante, luego de un altercado entre algunas personas, la caravana se dividiría en dos. La trillada frase “la unión hace la fuerza” fue ignorada por los migrantes. Más tarde lo lamentarían.

El primer grupo conformado por 500 personas, donde van Jeremy, Jenny y su hijo de cuatro meses, continuarían la marcha rumbo a Mapastepec, casi sin descansar, mientras el segundo, de más de dos mil personas, aguardaría dos días en Huixtla.

“Dale este dulce al niño”, le dice Jeremy a Jenny quien, molesta y con lágrimas en los ojos, le responde: “¡Dáselo tú!”. El cansancio, la desesperación y la incertidumbre, ya han dejado estragos en sus nervios.

El pequeño Jeremy, aunque en teoría ajeno a lo que pasa a su alrededor, sigue sin mirar a los ojos, su distracción es una botella de plástico que “aplasta” con sus deditos. Él, al igual que el resto de infantes en la caravana, no tendrá en todo el viaje un juguete para entretenerse.

El viaje continúa y la caravana más numerosa retoma el paso rumbo al municipio chiapaneco de Escuintla, a 31.9 kilómetros de Huixtla.

Desde lo alto de un puente, es visible que cada vez son menos los migrantes que continúan. A los rezagados y a quienes se han adelantado en pequeños grupos, los ha agarrado Migración, otros han sido vencidos por el cansancio y la falta de dinero, por lo que decidieron regresar a sus países.

En la mayor parte del recorrido de la caravana, la ayuda del gobierno federal, estatal y de la población, será escasa. Esporádicamente, recibirán de congregaciones religiosas y de uno que otro chiapaneco, un poco de agua y comida.

“No quieren que lleguemos a la frontera norte”, afirman los migrantes ante la visible falta de ayuda del gobierno mexicano y ante el retraso en la entrega de visas humanitarias en Tapachula y Mapastepec.

La imagen, al igual que muchas otras que se aprecian durante el trayecto del contingente, es indignante. La gente que en teoría debería ser más empática y “humana”, es la que más indiferencia ha mostrado ante el dolor de estas personas.

Durante el viaje de la caravana, integrantes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) siguen su marcha desde su carro rojo con aire acondicionado. Ni siquiera están colorados por el sol, pues únicamente se bajan de su vehículo en un par de ocasiones para tomar rápido unas fotos. En contados momentos interactúan con la gente.

Incluso, una simple frase como “está bien, ¿necesita algo?” parece que no estar registrada en el vocabulario de los elementos de la CNDH. Al ver esto, surge la duda ¿Qué les enseñarán en sus capacitaciones? ¿Les mostrarán el significado de la empatía? La siguiente escena podría contestar las interrogantes.

Al llegar a Escuintla, una menor de aproximadamente 12 años de edad, se baja de una carriola porque ya no aguantó seguir caminando por el dolor en sus piernas. Sus ojos no dejan de emanar lágrimas desesperadas, mientras su padre, también agotado por el trayecto, se la monta en la espalda con la ayuda de una cobija.

A escasos tres metros de distancia, un integrante de la CNDH observa la escena  tan solo unos instantes mientras se coloca las manos en la cintura. Esto no logra conmoverlo. Da media vuelta y se sube a su auto. Es evidente que la simple frase “está bien, ¿necesita algo?”, es mucho para él y los suyos.

El pasado 12 de abril, la caravana de más de dos mil migrantes que ingresó por la fuerza por el puente fronterizo Dr. Rodolfo Robles que une a Guatemala con México, comenzó su viaje por este país rumbo a los Estados Unidos.

Tan sólo una semana después, el contingente se fue dividiendo poco a poco en grupos más reducidos. Hoy, la multitud que en algún momento llegó a estar conformado por más de cinco mil personas, ya no existe. No obstante, podrían seguir llegando otros en menor o mayor número. Las autoridades lo saben.

“Mi meta es pasar legal a los Estados Unidos, ya que soy menor de edad. No importa lo que pase, lo importante es llegar”, sostiene David, de 17 años, quien ya ha escapado dos veces de las redadas del Instituto Nacional de Migración (INM). Actualmente, el joven, junto a dos amigos, se encuentra en Tierra Blanca, Veracruz.

Por su parte, lo último que se supo de la familia del pequeño Jeremy, fue que se encontraban en Mapastepec, el pasado viernes 19 de abril. Quizás la desesperación y cansancio de Jenny doblegaron sus fuerzas, a lo mejor los detuvo Migración, o tal vez continúan el viaje para lograr “una vida mejor”. Ojalá y esto último sea la realidad.

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