Cazadores de huellas

FETICHES ORDINARIOS

Huellas bípedas en Laetoli, Tanzania.
Huellas bípedas en Laetoli, Tanzania. Foto: britannica.com

Cualquier cosa que hagamos deja huella. Incluso el contacto más insignificante se acompaña de un rastro. Nuestras pisadas quedan impresas y adquieren vida propia y pueden condenarnos o testificar a nuestro favor. Esta cualidad se conoce en criminología como el “principio de intercambio” o “de Locard”, en honor del forense francés que, a comienzos del siglo XX, se empeñaba en encontrar evidencias en los sitios más insospechados, guiado por la convicción de que dos cuerpos que se encuentran comparten al menos una mínima fracción de sus materiales. Si un crítico literario investiga el texto como si se tratara de una escena del crimen, el principio de intercambio posibilita que cualquier escena o situación sea leída como una página abierta.

Durante miles de años la especie humana ha afinado sus habilidades de cazadora. La persecución de la presa, que solía prolongarse durante días y, por lo general, culminaba con su muerte por extenuación, obligó a un aprendizaje detallado de las pistas, a reconstruir los pasos y movimientos de un animal apenas entrevisto a partir de sus huellas en el lodo, de su olor o sus rastros de estiércol, de algún mechón o pluma enredado en una telaraña. Incluso una simple rama quebrada podía convertirse en un indicio valioso. El registro e interpretación de marcas infinitesimales dio paso a un tipo de inferencia que algo tenía de arte adivinatoria pero, sobre todo, de secuencia narrativa: una reconstrucción que permitía pasar de la parte al todo y de los efectos a las causas, hasta dar con la pieza de caza.

En Mitos, emblemas, indicios, Carlo Ginzburg describe esa operación mental de lectura de vestigios como parte de un “paradigma indicial” que vincula disciplinas tan apartadas entre sí como la jurisprudencia, la identificación de obras de arte, la criminología, la medicina y el psicoanálisis. Con base en elementos inadvertidos o poco apreciados —de auténticos detritos de la observación—, el experto, connoisseur de nimiedades e insignificancias, puede remontarse al pasado o al futuro siguiendo pistas que sólo se revelan a su ojo avezado. La semiótica médica, por ejemplo, que identifica enfermedades a partir de un conjunto de síntomas, anticipa también su desenlace; no en vano el método hipocrático ganó reputación por la exactitud de sus pronósticos.

Al narrar las proezas de Sherlock Holmes, el doctor Watson acepta estar en desventaja en cuanto a agudeza y agilidad mental, pero hace un esfuerzo por seguir los razonamientos con que el detective, a partir de detalles imperceptibles a ojos de profanos, logra desvelar realidades ocultas. “Ya conocéis mi método. Se basa en la observación de menudencias”, declara el detective de la pipa humeante en El misterio del valle Boscombe. Hacia finales del siglo XIX este paradigma indicial, en el que se aúnan el olfato y la perspicacia, el sabueso del detective y la ilación narrativa, permeaba el ambiente cultural y dio pie a una confluencia de procedimientos que incluían el análisis, la clasificación y las tablas comparativas. Mientras Freud manifiesta su interés por las aventuras de Sherlock Holmes y cita profusamente a Giovanni Morelli, historiador del arte especializado en atribuir la autoría de los cuadros con base en detalles “poco trascendentes”, como el trazo de las orejas, hay pasajes en las novelas de Holmes que delatan que Conan Doyle, médico de profesión, había leído a Morelli, lo cual completa una trenza inusitada de atención a lo ínfimo. Es también por esas fechas que se desarrolla la dactiloscopía y que, no sin espectacularidad, la criminalística resuelve casos imposibles, tras inspeccionar las minucias de la escena del crimen, que ahora resulta crucial preservar inalterada.

El detective, a partir de detalles imperceptibles a ojos de profanos, desvela realidades ocultas

Antes de las huellas dactilares, las pisadas se contaban entre las pistas decisivas para resolver un crimen. En su libro de Medicina legal de 1882, el patólogo forense Charles Meymott Tidy incluye un apartado relativo a las huellas, donde destaca la importancia de la materia en que quedan impresas: arena, fango, charcos de sangre… Probablemente, como sugiere la historiadora criminal E. J. Wagner, en La ciencia de Sherlock Holmes, éste sea el antecedente de la monografía “sobre el análisis de las pisadas” que el detective de Baker Street presume con fingida modestia en El signo de los cuatro.

Las huellas de apariencia humana más antiguas, en el yacimiento de Laetoli, en Tanzania, fueron descubiertas por Mary Leakey y su equipo. En una capa de ceniza volcánica de más de tres y medio millones de años se conservan las impresiones de los pies de tres individuos que caminaban en la misma dirección. Con base en estudios detectivescos que recuerdan las sutilezas del cazador, se sabe que esas huellas fueron dejadas por homínidos habituados a la posición erguida. A partir del tipo de zancada, que comienza con el apoyo del talón, se estableció que su locomoción era muy semejante a la humana y que se trataba de una caminata distendida, quizá de un paseo familiar. Una secuencia de huellas se superpone a otra, por lo que parece que uno de los caminantes pisaba donde ya había pisado el guía de mayor tamaño.

Al otro extremo de la aventura bípeda documentada en África se encuentran las huellas de la primera caminata sobre la superficie lunar, fotografiadas por el astronauta Neil Armstrong en julio de 1969. Apenas si somos capaces de imaginar lo que una inteligencia del futuro podría leer en ellas si las llega a descubrir dentro de millones de años.

Aunque metafórica, la idea de leer huellas se relaciona con el origen mítico de la escritura. Según la tradición china, un alto funcionario habría inventado los primeros caracteres tras observar las huellas de un pájaro en la ribera de un río. Hay una distancia enorme entre la huella que representa el paso del animal y la abstracción que supone un pictograma —y ya ni se diga la escritura fonética— pero, en su materialidad, una línea manuscrita puede ser entendida como el rastro del pensamiento y, a la vez, como una gráfica de su personalidad. No está claro si los rasgos de la mala letra admiten ser leídos como un lenguaje no intencional; hoy la grafología se considera una disciplina endeble, cercana a la fisiognomía, que nos devuelve al terreno de la adivinación.

Si cualquier cosa que hagamos deja huella, casi todo a nuestro alrededor se presenta como la pista inadvertida de un descubrimiento potencial. A la manera de los adivinos mesopotámicos que interpretaban los mensajes escritos en los astros, en las vísceras de los animales o en los movimientos involuntarios del cuerpo, es difícil resistirse a la tentación de leer las huellas como si fueran signos y reconsiderar los detalles que nos rodean como una variedad más rica y asombrosa de alfabeto.