RAÚL ABRAHAM CASTRO CORONA
Tinta ITAM
Uno de los pilares elementales del liberalismo político es la capacidad de exponer y difundir ideas; la posibilidad de disentir siempre y cuando no se entre en conflicto con la integridad individual de un tercero: la libertad de expresión. Una democracia liberal, en este sentido, tolera —y promueve— el intercambio de información entre sus electores. Así, la deliberación contribuiría al balance de poderes y a la toma de decisiones inclusiva. Cuando un fenómeno público afecta nuestra esfera privada —beneficiándonos o perjudicándonos— salen a relucir opiniones apasionadas, viscerales y potencialmente irracionales. Si personalizamos la política afectamos nuestra objetividad. No necesariamente esto es indeseable (¿puede ser la política enteramente racional —y así estudiarse y operarse como ciencia— o la consideramos más un arte —en tanto depende de sensibilidad de contextos y motivaciones?); sin embargo, lo potencialmente peligroso es renunciar a una crítica propositiva para favorecer la denuncia simplista y narcicista.
Todas las opiniones son válidas pero no se sigue que todas sean igualmente valoradas. Menos aún, que sean útiles para influir en aquello que se denuncia. Por un lado, gracias a nuestra interconectividad digital podemos hacer visibles escándalos y potenciar nuestro alcance; por otro, nuestro conformismo se exalta y nos importa más nuestro perfil público digital que el seguimiento a lo denunciado. Hoy pareciera que nuestra dotación de empatía se reduce de comprender un problema a compartir un link. Hoy pareciera que nuestra capacidad de indignación se reduce a trivialidades de forma e imagen. El esfuerzo que requiere investigar e informarnos supera el potencial beneficio de actuar sin recibir aplauso público. México requiere combatir a la comentocracia. Urgentemente. Es cobarde ostentarnos como opinólogos: no se va a revolucionar ni siquiera un paradigma usando 140 caracteres. En cambio, podríamos usar ese potencial alcance para promover un ejercicio periodístico formal y proteger su permanencia.
El periodismo en México es una profesión de alto riesgo. El poder de grupos criminales blinda su actuar ilícito al ahuyentar —so amenaza de muerte— a cualquiera que afecte sus intereses. Difundir terror es una estrategia perversamente eficaz para garantizar impunidad y no sólo los criminales lo han aprendido. Tal vez así podemos explicar la deformación del poder político para el dominio y beneficio privado. Tal vez así entendamos por qué se ha perdido la noción de servicio público o de política como herramienta para mejorar la realidad. Las estructuras formales del Estado (gobiernos locales, estatales o federales) juran guardar y hacer guardar las leyes; si son ellos los primeros en violarlas, la demagogia y el cinismo imperan. Y ninguna libertad se garantiza.
Post Scríptum. A todas luces es condenable el multihomicidio de la Colonia Narvarte (donde el fotoperiodista Rubén Espinosa fue asesinado junto con cuatro mujeres). Pensar que es un caso aislado sólo debilitaría nuestra posibilidad de presionar para el esclarecimiento de las investigaciones. La frustración e impotencia por la condición de seguridad que vivimos en México no debe nublar nuestra objetividad. El desahogo en redes sociales no basta. Despertar en otros la indignación es un primer paso, pero la capacidad de organización es el gran reto que las tecnologías de información tendrán que superar. El ejercicio de las libertades modernas requerirá cada vez más esfuerzo y conocimiento; la complejidad de los problemas aumenta pero también la posibilidad de afrontarlos.
@RaulAbCastro
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