Es 9 de mayo. Rubén Tapia, de 43 años y originario del estado de Puebla, apenas puede respirar. La fiebre lo devora. Con las pocas fuerzas inhala el alcohol que empapó en una servilleta de papel. Mientras la muerte ronda su casa ubicada en Los Ángeles, California, él recuerda su pueblo natal y a la familia que dejó en México para cruzar de “mojado” a los Estados Unidos hace tres décadas. “Me despedí de mi esposa y pensaba en mi familia, porque no me volverían a ver, ni en ataúd, porque aquí queman a los que mueren por el virus”.
Su esposa Lourdes y un centenar de empleados más de una procesadora de pollo, ubicada en Los Ángeles, dieron positivo a la COVID-19. Los primeros 10 días, Rubén estuvo en su casa, pero después solo tenía 10% de su capacidad pulmonar y fue ingresado al hospital del condado. “Sentía la muerte. Lo único que me quedaba era rezar: ‘lo que tú digas diosito, si me quieres llevar hazlo porque estoy sufriendo, si no, mándame la cura’”, contó en entrevista con La Razón.
A la par de la COVID-19, Rubén también tuvo una infección rectal. Los doctores veían pocas posibilidades de que saliera con vida. Pero en ese momento en su cabeza se invadía de otras preocupaciones: su familia en EU, pues en casa los gastos se acumulaban, al no poder trabajar él y su esposa.
Pero no fueron los únicos, cerca de 4.3 millones de indocumentados se quedaron sin empleo desde abril pasado, según el Centro para el Estudio de Inmigración (CIS). Esto representa casi 40% de los 10.5 millones de los migrantes radicados en EU.
De acuerdo con los cálculos hechos por CIS, la tasa de desempleo para estadounidenses pasó de 3.8 % en febrero a 14 % en abril y 12.4% en mayo, pero entre los trabajadores migrantes la situación pasó de 3.6 % al 16.4 % y bajó al 15.8%, en el mismo período.
Pero dos de los tres hijos de Rubén —uno de 23 y otro de 19 años— se encargaron de todos los gastos pendientes, pues recibieron mil 200 dólares como parte de un programa federal para la cuarentena, sumado al dinero que les llegó como una bonificación del fisco. Sin embargo, este junio, los tres hijos —incluido un niño de 8 años—, dieron positivo al nuevo coronavirus; pero los tres se encuentran estables.
Rubén logró sobrevivir a la COVID-19, y regresó intermitentemente a la procesadora de pollo, pero no todas las historias de migrantes mexicanos son de éxito. Eva, de 52 años de edad, lleva más de la mitad de su vida trabajando como indocumentada en Los Ángeles. Ha cuidado niños, ensamblando piezas de ropa y pulido metales en una fábrica de relojes. Pero a finales de febrero se quedó sin trabajo y ahora está desesperada. Solo vive del poco sustento que sus hijos de 32 y 27 años llevan a casa.
“Ya no sé qué hacer, no podemos trabajar. La renta y los bills se tiene que pagar y ya no podemos. Mi hijo el mayor tuvo que irse a Texas porque le ofrecieron un trabajo hasta allá”, dijo en entrevista con La Razón.
Eva quisiera regresar a México, pero teme que en caso de contagiarse con el virus, no pueda tener acceso a un servicio de salud de calidad como en EU, pero al ser indocumentada también tiene miedo de ser deportada.
Según cifras de la Encuesta de Población Actualizada (CPS, por sus siglas en inglés), en 2018 al menos 6.8 millones de personas indocumentadas no tenían cobertura de salud.
En Nueva York, que se convirtió en un foco rojo del virus, Eduardo —de 30 años— se quedó sin trabajo en la construcción; no obstante, durante años fue carnicero en supermercados y eso le ayudó a seguir laborando, aunque todos los días sale a la calle con medidas de seguridad para evitar contagiarse: cubrebocas, guantes, gel antibacterial y careta.
Datos del Centro para el Estudio de Inmigración refieren que la mayoría de desempleo fue para los preparadores de alimentos y servidores (36.4%), conserjes (18.9%), trabajadores de la construcción (17.8), jardineros (9.4%), entre otros.
Eduardo se siente afortunado, porque a pesar que se enteró de varios conocidos connacionales dieron positivo a COVID-19 y fallecieron, él sigue trabajando cortando cientos de kilos de carne congelada frente a una sierra eléctrica, sin seguro médico, sin papeles y lejos de México. “Aquí en Nueva York la gente ya comenzó a salir, por ahora estamos bien gracias a Dios, pero tenemos que cuidarnos, salir adelante, trabajar”, dijo.