No habían transcurrido veinticuatro horas de la jornada electoral germana cuando el partido revelación de estos comicios, la derecha populista de Alternativa para Alemania (AFD), se partía por su ala menos radical, la de su copresidenta Frauke Petry, si es que puede haber algo así entre quienes no han dudado en agitar la xenofobia y el miedo para conseguir un puñado de votos.
Sin embargo, la renuncia de Petry, que no sólo había obtenido su escaño por Sajonia de manera directa, sino que consiguió que la AFD fuera el partido más votado en su circunscripción, confirma lo ya sospechado a la largo de la campaña: las profundas divisiones internas, tanto ideológicas como personalistas, en una formación que ni siquiera existía hace cinco años.
Con Petry, que aspira a liderar un partido «presentable», capaz de pactar con la democracia cristiana de Angela Merkel, se han ido otros cuatro diputados electos.
Todos conservarán sus actas. Pero aunque no puede descartarse que se amplíe el número de disidentes entre los más «moderados», lo cierto es que ha sido el discurso extremo de los candidatos a la Cancillería Alice Weidel y Alexander Gauland que ha convertido a Alternativa para Alemania en la tercera fuerza política del país.
Las razones hay que buscarlas en el instinto oportunista de quienes advirtieron que el rechazo a los refugiados de una parte de la población alemana, especialmente en las regiones del Este, podía convertirse en un fértil caladero de votos, con sólo tocar las pulsiones populistas de aquellos sectores sociales que rechazan de antemano lo que temen o lo que no entienden.
Y de este modo, donde no les había funcionado el discurso antieuropeísta –que buscaba el aprovechamiento de la crisis económica y el inveterado resquemor del alemán medio hacia los manirrotos europeos del Sur–, sí les ha sido útil el de la xenofobia, centrada, por supuesto, en los inmigrantes y refugiados de origen musulmán.
Que los estados que conformaron la antigua Alemania comunista hayan comprado en mayor medida la mercancía demagoga del AFD, hasta el punto de ser la segunda fuerza más votada, por encima de los socialdemócratas, no debe extrañar a nadie.
En primer lugar, porque a pesar de los grandes esfuerzos económicos realizados desde la reunificación, las regiones orientales viven peor que las occidentales, con mayores desequilibrios económicos y, en consecuencia, con mayores disputas por unos fondos sociales siempre escasos.
En segundo lugar, porque en la antigua Alemania Democrática, el proceso de «desnazificación», antitotalitario, no se abordó con las mismas premisas que en la Alemania Federal ni se ha prolongado en el tiempo.
Las diferencias de percepción se han visto en las urnas: mientras que en los estados del Oeste, la AFD apenas llega al 10 por ciento de los sufragios, en los del Este supera holgadamente el 20 por ciento.
Ciertamente, no es cuestión de magnificar el crecimiento del populismo germano, pero no conviene despreciar a los casi seis millones de ciudadanos que han dado su voto a la AFD, cuando muchos de ellos llevaban más de una década apoyando a la CDU de Angela Merkel.
Se abre ante sí una larga tarea pedagógica para la canciller si quiere recuperar a sus votantes seducidos por la más burda de las demagogias.
Pero si ya fue capaz de mantener a sus votantes cuando hizo suyas muchas de las clásicas demandas de la socialdemocracia y de los Verdes –nucleares, matrimonio gay, salario mínimo– no tiene porque fracasar en el empeño.
El populismo, de izquierdas o derechas, crece en momentos de tribulación y dificultades. Pero sus mentiras tienen las patas cortas.
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