El régimen nicaragüense despojó de su nacionalidad a 135 presos políticos expulsados al justificar que la medida es contra aquellos que atentan contra la soberanía nacional y promueven la desestabilización del país y actos terroristas.
Sólo cinco días le bastaron a Daniel Ortega para dar otro golpe a las víctimas de acoso, pues además de arrebatarles su identidad y someterlos a una mayor vulnerabilidad, expropió sus bienes. La Corte Suprema notificó que los inmuebles confiscados pasan a manos del poder para resarcir el “severo” daño material provocado al disentir contra éste, una práctica que el sandinismo aplicó a medios, universidades e instituciones religiosas, a las que desaparece poco a poco.
A la par de este anuncio, las Naciones Unidos elevó su reclamo contra Managua al exhibir una represión persistente y el desmantelamiento de organizaciones civiles y religiosas como parte de un plan de “eliminar cualquier oposición”, generando un “impacto devastador”.
Según un informe, desde hace años acorrala a grupos que sospecha son financiados desde el exterior. Y la Oficina del Alto comisionado de los Derechos Humanos del organismo enfatizó que Nicaragua no cumple “ni con el más mínimo estándar razonable de independencia judicial”, por lo que exigió la liberación de los detenidos arbitrariamente al contabilizar hasta julio pasado 141 víctimas de la represión “sistemática”, a quienes arrastra a procesos sin la debida defensa.