Abel Quezada y la doble nostalgia

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Pagaría una suma considerable de dinero por ver, a lo largo de 24 horas, la ciudad de México de hoy a través de los ojos de Abel Quezada. Pero el gran cartonista murió en 1991 y yo, además, no poseo una suma considerable de dinero.

Lo que sí puedo hacer es pasear por Avenida Reforma, a la altura del Jardín Botánico, y doblarme de risa y admiración ante la exposición abierta Adorable y enemiga. La ciudad de México en los trazos de Abel Quezada. Vayan, está en las Rejas de Chapultepec hasta el 10 de enero. El efecto es raro: en un ambiente de cláxones y tráfico al que ya estamos acostumbrados, atestiguamos la visión de un artista horrorizado ante las transformaciones de una ciudad que apenas comenzaba a deformarse. Quezada profetizaba una especie de Apocalipsis urbano para el año 2000 (fecha que él situaba en un futuro apenas concebible). Una de dos: o él se equivocó y el futuro resultó ser más bondadoso de lo calculado, o tuvo razón, el desastre nos alcanzó y ni nos dimos cuenta.

En cualquier caso, vale la pena detenerse a observar la selección de una trayectoria que comenzó a finales de los años 30 y cuyo punto culminante fue el terremoto de 1985. La ciudad a la que llegó el joven artista hace más de setenta años es descrita insuperablemente por él mismo: “Yo llegué a México en tren y con sombrero en junio de 1936. Tenía 15 años. Había tranvías. Vendían gelatinas. La Arena Nacional esperaba el debut de ‘Ben Alí Mar Alá’, campeón de lucha libre y terror de los rudos. La ciudad era adorable. No la habían destrozado ‘ejes viales’ ni ‘topes’. Los capitalinos vestían bien, de traje ($60.00) y corbata ($2.00); y las damas con zorros ($1,000.00). Era, tal vez, el mejor lugar para ver la historia desde la barrera. En Europa actuaban con gran éxito Hitler, Mussolini y Franco. Aquí se les observaba desde los burladeros del Tupinamba, del Campoamor. México tenía un gran presidente: Lázaro Cárdenas, y un gran torero: Lorenzo Garza. ¿Se podía pedir más? Todo olía —todavía— a ‘Suave Patria’. Antes de la crisis. Antes del saqueo. Antes de la deuda. Antes de la corrupción. Antes de la ineptitud. En fin, antes del ‘Gardenia’ Davis”. Después de la crisis, del saqueo, de la deuda, de la corrupción y de la ineptitud, aquí seguimos, usando esos sustantivos fuertes como moneda de cambio y extraordinariamente desmemoriados. ¿Quién recuerda al luchador gringo “Gardenia” Davis, también conocido como “Jorge el Hermoso”, quien vino a desafiar a los héroes del pancracio local?

Ver los cartones de un Abel Quezada nostálgico de una ciudad anterior a los ejes viales, es también ejercer nosotros la nostalgia de una ciudad en que escaseaban los veintes para poner en los parquímetros. Pero esa doble nostalgia es siempre atemperada por el humor de Quezada. El DF posrevolucionario, que crecía con vigor y desorden y que parecía solazarse en acentuar la diferencia de las clases sociales, le proporcionó al dibujante una vasta tela de donde cortar. Eso sí, con un desafío que Guillermo Sheridan ha señalado muy bien: “El exceso de humor involuntario era una competencia desleal contra los humoristas inteligentes y contra el coto mismo de lo humorizable”. La realidad misma era un cartón simpatiquísimo, y Ernesto P. Uruchurtu su mayor dibujante.

Quezada estuvo a la altura del reto. En Ovaciones, Cine Mundial, Excélsior y Novedades se convirtió en el imprescindible retratista de un personaje que pensadores como Samuel Ramos y Octavio Paz habían conseguido apenas atisbar: el mexicano. Chaparro y panzón, huevón, corrupto y feo, el arquetipo le sirvió de molde para hacer un vaciado de personajes que van desde el Vago de Primera hasta Gastón Billetes, pasando por el Policía con Moscas, Baldomero Cassals (el mariachi del futuro), Sóstenes Real (el ½ peatón) y El Abominable Hombre de las Nieves (de limón y de fresa, a 50 centavos). Y no podemos olvidar al perro Solovino, “mártir del Periférico”. Todos ellos instalados en una ciudad (dibujada con trazos gruesos y escrita con sus características mayúsculas) en la que van desapareciendo los “forcitos” de color negro que iban a la Peralvillo, las pulquerías “La Gran Vía” y “Cómo la ves”, los cancioneros de los camiones, los taxis rojos (“camarones”), amarillos (“canarios”) y verdinegros (“cocodrilos”), la taquería “Los agachados” en San Cosme, las cervecerías con botanas abundantes y los muéganos en el Palacio Chino, esa cumbre de fealdad.

La risa de Abel Quezada, inteligente y franca, suena también algo quebrada: estaba atestiguando la metamorfosis de una ciudad en una megalópolis. Escribió en 1953: “En algún día no muy lejano, las Pirámides de Teotihuacán serán convertidas en estacionamiento”. Por fortuna, ese día no ha llegado, ¿o sí?, hace mucho que no voy a Teotihuacán.

La exposición, Adorable y enemiga. La ciudad de México en los trazos de Abel Quezada está en las rejas de Chapultepec.

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agp

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