De la correspondencia del escritor italiano Cesare Pavese ofrecemos dos cartas: una de 1928 y la otra de 1950. En la primera, a su profesor de latín e italiano, escribía un joven de 20 años que ya se quejaba de lo duro y agotador del oficio de poeta. Cuando escribió la segunda, dirigida a una muchacha que le cautivó, tenía 22 años más y se confesaba postrado y derrotado ante el mismo oficio; a los pocos días de esta misiva, Pavese, refugiado en un hotel de Turín, decidió ingerir una dosis letal de somníferos.
18 de mayo de 1928
A Augusto Monti, Turín
Querido profesor:
Yo soy un hombre que desatina y razona con trabajo y con muchas nieblas, mientras que usted es preciso y límpido y lleno de experiencia vital, hasta el punto de que cuando usted habla yo me quedo oyéndolo ante la naturaleza; pero sobre este tema del trabajo de creación del arte pienso ahora lo contrario de usted.
Usted dice que para crear una gran obra basta con vivir lo más intensa y profundamente posible cualquier vida real, que si nuestro espíritu tiene en sí las condiciones de la obra maestra, ésta brotará casi por sí sola, naturalmente, sanamente, como ocurre con todos los fenómenos vitales.
Usted ve el arte, en suma, como un producto natural, una actividad normal del espíritu que tendría como característica esencial la sanidad.
Pues bien, yo niego gran parte de los significados dados a estas cosas y en especial la última.
No, en mi opinión el arte exige un trabajo tan largo y un maceramiento tal del espíritu, un calvario tan incesante de tentativas que en su mayoría fracasan, antes de llegar a la obra maestra, que se le podría clasificar más bien entre las actividades antinaturales del hombre.
Sana es en sí la obra de arte verdaderamente buena, ya que, al ser la obra de arte sólo una construcción orgánica, donde palpita la vida, una vida cualquiera, como la de plantas y piedras, la sanidad, esto es, la perfecta correspondencia y actividad de sus diversas partes, es una condición indispensable; pero no por esta razón han de ser igualmente sanos el contenido de la obra y el alma del creador.
Más aún, si esta alma no se ha retorcido y trastornado y desangrado, si no ha pasado por una serie larguísima de experiencias repetidas hasta la completa absorción por su parte, si no se ha visto reducida por las fatigas y el abuso de actitudes particulares a un aspecto al margen de lo común y privado de ese sórdido optimismo que lleva consigo la natural sanidad, esta alma no valdrá jamás para componer una obra maestra.
Y repito, sólo y precisamente por estas condiciones antihumanas, o quizá sobrehumanas, y por un largo tormento de intentos fallidos, el espíritu puede llegar a dar esos frutos suyos gallardos y milagrosos, esas nuevas criaturas que están sobre la tierra como otros muchos seres vivos.
Por eso el arte es la más elevada de las actividades y lleva al hombre más cerca de la divinidad que cualquier otra cosa: permite crear seres vivos.
Y por esta esperanza vertiginosa yo no me persuadiré jamás de "pensar en otras cosas" esperando que la obra maestra nazca dentro de mí de repente, sino que continuaré agotándome, rompiéndome, enriqueciéndome en vida y en mano segura.
Continuaré esta existencia enferma y antipática.
Pavese
Bocca di Magra, agosto de 1950
A una muchacha, Bocca di Magra
Querida Pierina:
He acabado dándote ese disgusto, o ese incordio, pero créeme que no podía hacer otra cosa. El motivo inmediato es la desazón de esta carrera en la que, sin bailar y sin conducir, siempre soy el perdedor, pero hay una razón más verdadera. Estoy, como suele decirse, al final de mi vela.
Pierina, quisiera ser tu hermano –ante todo porque así habría entre nosotros un lazo no tan fútil, y además porque me podrías escuchar y creer con confianza. Si me he enamorado de ti no es sólo porque, como suele decirse, te desease, sino porque tú eres de mi misma pasta y te mueves y hablas como haría yo, siendo hombre, si en vez de aprender a escribir hubiera tenido tiempo de aprender a estar en el mundo. Por lo demás, hay idéntica elegancia y seguridad en lo que he escrito y en tus días. Sé, pues, con quien hablo.
Pero tú, aunque insensibilizada y casi cínica, no has llegado al final de tu vela, como yo. Eres joven, increíblemente joven, eres lo que yo era a los veintiocho años cuando, decidido a matarme por no sé que desilusión, no lo hice –sentía curiosidad por el mañana, curiosidad por mí mismo–, la vida me había parecido horrible, pero me encontraba interesante a mí mismo. Ahora es lo contrario: sé que la vida es estupenda pero que yo estoy al margen de ella, por culpa mía, y ésta es una fútil tragedia, como tener diabetes o el cáncer de los fumadores.
¿Puedo decirte, amor, que nunca me he despertado con una mujer a mi lado, que cuando amé nunca me tomaron en serio, y que ignoro la mirada de reconocimiento que una mujer dirige a un hombre? ¿Y recordarte que, por culpa del trabajo que he hecho, siempre he tenido los nervios en tensión y la fantasía dispuesta y precisa, y el gusto por las confidencias ajenas? ¿Y que estoy en el mundo hace cuarenta y dos años? No se puede quemar la vela por los dos cabos –en mi caso la he quemado toda por un solo lado y las cenizas son los libros que he escrito.
Todo esto te lo digo no para que te apiades de mí –sé lo que vale la piedad en estos casos– sino por claridad, para que no creas que cuando estaba enfurruñado lo hacía por sport o para hacerme el interesante.
Ahora he superado ya la política. El amor es como la gracia de Dios –no sirve la astucia. En cuanto a mí, te quiero, Pierina, te quiero mucho. Llamémosle el último chisporroteo de la vela.
No sé si nos volveremos a ver. Yo querría –en el fondo sólo quiero eso– pero me pregunto a menudo qué te aconsejaría hacer si fuese tu hermano. Desgraciadamente no lo soy.
Amor,
Pav.
Tomado de: Cesare Pavese, Cartas 1926-1950,
tomos I y II, traducción de Ma. Esther Benítez,
Alianza Editorial, Madrid, 1973.