Quisiera verle la cara a tu demonio

L’onorevole es una obra de teatro del escritor Leonardo Sciascia ambientada en Sicilia. El tema, como todo lo de Sciascia, está permeado por la idea de poder. En esas páginas, un profesor de latín recibe una propuesta para una candidatura a diputado. Su esposa, la señora Assunta, asidua lectora del Quijote , “el libro más grande del mundo”, propone su lectura como un remedio para preservar los ideales y evitar la corrupción, consejo que prácticamente la lleva a la locura. En esta carta Italo Calvino, autor de Los amores difíciles entre varias obras más, le escribe a Sciascia como editor de la prestigiada casa italiana Einaudi.

A Leonardo Sciascia, Caltanisseta

26 de octubre de 1964

Querido Leonardo:

He leído L’onorevole. En los dos primeros actos admiré tu habilidad para desarrollar una sátira de moral civil de lo más persuasiva y precisa, en un relato que transcurre sin una sola falta de tono ni nada forzado. Es un don tuyo que conocemos desde hace rato y que no parece haber cambiado ahora que adoptas, en lugar de la forma narrativa, la teatral: te mueves en ella con perfecta desenvoltura y “oficio”, reforzado por esa pizca de tradición que tienes naturalmente a tus espaldas.

Al mismo tiempo me decía: “¿Pero es posible que este diablo de hombre sea siempre tan controlado y consciente y funcional en su misión de moralista civil, es posible que nunca asome él en persona con su demonio, su momento lírico y privado en contraposición con el público e histórico , su ‘mito’, su locura?”. Pregunta acerca de ti, ésta, que no es la primera vez que me hago, y que acudía más espontánea que nunca porque en los dos primeros actos la comedia sigue su itinearario naturalista, incluso fuera de ese juego de verdad e impostura —de ascendencia pirandelliana, como justamente observó no recuerdo qué crítico— que es es el verdadero resorte de El consejo de Egipto y tal vez de gran parte de tus cosas.

Llegué así al tercer acto, y allí finalmente el resorte se dispara entero de una vez y la materia de la historia hasta ahora cuestionada sólo desde dentro, por el subrayado satírico, es agredida desde fuera por todas partes: le disparan en contra los sentimientos, lo irracional, la literatura, Cervantes, Calderón, Pirandello, el alma, los guardias civiles, la moral existencial. Ya no puedo lamentarme, mis reivindicaciones quedan ampliamente superadas. Lo malo es que este ataque en todos los frentes es llevado por un personaje que no tiene agallas para atender a tanto: la buena señora Assunta que casi nos has escondido en dos actos, ahora tiene que volverse la portavoz de tus discursos, ensayista literario, sociólogo de la civilización de masas y reformador jansenista. ¿Grave error? Sin duda, pero justamente por ese error la comedia vive y marca —más allá de la sacrosanta polémica civil— un paso adelante en tu historia de escritor y en nuestra búsqueda común.

Porque el problema que queda por resolver es cómo dar vitalidad poética a los elementos que ahora son sólo enunciados en el discurso puesto en boca de la mujer-coro. Y esto sólo se podía hacer de una manera: empezando desde el principio a hacerlos vivir contemporáneamente al teatrillo satírico de los dos primeros actos. Hacía falta un personaje o una serie de personajes (o de motivos o de hallazgos, o de diversas claves de lenguaje, etc.) que expresaran ese cuestionamiento cervantino-unamuniano-pirandelliano, esa inversión de las cosas tal como son. Hacía falta, en una palabra, que don Quijote no fuera sólo el título de una portada sino que cabalgase en el escenario. En el Sueño de una noche de verano se entrecruzan el mundo del poder, el mundo de los aldeanos, el antimundo de los elfos: habría que hacer hoy algo parecido.

Muchas veces al leer lo que escriben los críticos se me ocurre reflexionar sobre la ilustración tuya y mía. La mía no sé hasta qué punto puede calificarse de tal, y hasta qué punto no es sólo un elemento de gusto —estilístico y moral— que se suma a elementos muy diversos: relato fantástico-romántico, non-sense, fumistería. En una palabra, durante casi dos siglos el racionalismo ilustrado no ha hecho sino recibir palos en la cabeza y desmentidos, y sin embargo sigue conviviendo con todos sus cuestionamientos: y tal vez yo exprese esa coexistencia. Tú eres mucho más rigurosamente ilustrado que yo, tus obras tienen un carácter de combate civil que las mías nunca han tenido, son unívocas en el plano del panfleto, aunque en el de la fábula, como toda obra de poesía, no puedan reducirse a un solo tipo de lectura. Pero tú tienes, inmediatamente detrás de ti el relativismo de Pirandello, y Gógol via Brancati, y continuamente presente la continuidad España-Sicilia: una serie de cargas explosivas debajo de los pilares de la pobre ilustración frente a la cual las mías son unos lamentables fuegos artificiales. Siempre espero que enciendas la pólvora, la pólvora trágico-barroco-grotesca que has acumulado. Y eso difícilmente podrá ocurrir sin una explosión formal de tu pulida composición. Quisiera verle la cara, finalmente, a tu demonio, oír su verdadera voz. (El demonio individual será también expresión de una fuerza histórica, si somos verdaderamente historicistas.) Pero aquí lo que debes romper no es la sobriedad ilustrada sino la manzoniana (Manzoni había aprendido muchísismo de Voltaire y Diderot: pero Voltaire y Diderot tenían sus demonios, y cómo; Manzoni, no). No es casualidad que Manzoni figure junto a Cervantes en las lecturas de Francipane. Y la buena señora Assunta ve claro: la providenica-justicia-guardias civiles y está casi a punto de evocar —¿me equivoco?— al protagonista del El día de la lechuza. A través de la autoconciencia de la señora Assunta estás pues a punto de liberarte del sello manzoniano (=extranjero), condición indispensable para que venza Cervantes. Sé hispano-sículo y tal vez árabe-sículo hasta el fondo y verás que serás universal.

¿Y yo, que tanto predico? Bueno, hablo de ti para tratar de ver claro también en mí.

Un afectuoso saludo,

tuyo,

Calvino

Tomado de: Italo Calvino, Los libros de los

otros. Correspondencia (1947-1981), edición

de Giovanni Tesio, traducción de Aurora

Bernárdez, Tusquets Editores, 1994.

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