El auditorio perdido

Gil Gamés

Gil abandonó la inacción. Se dirigió a la Universidad Nacional Autónoma de México, a la Facultad de Filosofía y Letras, su Alma Mater (oh, sí). Gilga presenta sus cartas credenciales: en el salón 103 recibió clases de cultura universal, en los salones del sótano dormitó mientras le enseñaban la lingüística; en el 215 se realizaron exposiciones de método crítico, que no era ni crítico ni método.

Seminarios, créditos, optativas. Gonzalo Celorio y Hernán Lara Zavala daban buenas clases; Llompart enseñaba bien la historia de la cultura; Annunziata Rossi repasaba a fondo el diario de Pavese; Ingrid Weikert mostraba a los alemanes; Jaime Erasto Cortés proponía antologías de la crítica; Raquel Serur debutaba en la docencia y daba la materia de análisis de textos. En esa época, el Auditorio Che Guevara, antes Justo Sierra, programaba ciclos de cine culto. Las butacas de ese recinto tenían ceniceros en los brazos. Gamés caminó por los pasillos perdido en el tiempo y el espacio.

Todo este asunto universitario viene a cuento porque en su viaje al pasado, Gil quiso asomarse al Auditorio Che Guevara. Amigos que no malquieren a Gamés lo previnieron: ni se te ocurra, el Auditorio está tomado desde la huelga de 1999, cuando la policía desalojó a los invasores después de nueve meses de destrucción. Como lo oyen: el Auditorio Che Guevara no existe; o bien, existe, pero de otra forma, se convirtió en la casa de un grupo de jóvenes. Se lo apropiaron. Y deben ser temibles estos jóvenes, o muy cercanos a la autoridad, o ambas cosas, pues desde hace doce años nadie ha podido ni querido echarlos a la calle y devolverle el Auditorio a los universitarios.

En los interiores del extinto Justo Sierra viven si no felices, sí cómodamente más de veinte familias. Sí, Gilga ha escrito familias. Los prados de la universidad son sus jardines, los salones de la facultad su escuela, el circuito de tránsito universitario, sus avenidas; en fin, una auténtica ciudad, se mandan así mismos, nadie los molesta.

Incluso han iniciado negocios de comida rápida, fritanga, pulque (sí, pulque) y han realizado exposiciones de fotografía revolucionaria. No le pagan un peso a nadie, los mantiene la UNAM. ¿Cómo la ven? Sin asomo de albur.

Gil ha recordado de golpe que en ese auditorio vio ciclos completos de Resnais y Bertolucci. Sentado en alguna de esas butacas oyó a Julio Cortázar leer relatos completos de Historias de Cronopios y de Famas. En ese recinto tocó el Tri de Alex Lora, todo esto antes de convertirse en la casa de unas cuantas familias.

Gamés sabe lo que están pensando la lectora y el lector: ¿por qué no los echan a la calle a patadas? Está bien, quitemos lo de las patadas y pongamos a la calle con las amabilidades del caso. ¿Es Gilga un reaccionario por inconformarse con el regalo que la UNAM le ha hecho a esas familias? Puede ser. Ahora mal: ¿estas líneas contienen un ataque insano a la UNAM? No, salvo que el silencio sea una forma de solidaridad con la cultura universitaria.

Gamés se llevó los dedos índice y pulgar al nacimiento de la nariz y meditó: no es infrecuente que grupos de particulares se adueñen de espacios públicos en la ciudad. Franeleros y vienevienes, grupos del SME, los 400 pueblos, en fin, pero las familias que habitan en el Che Guevara han roto todos los récords: ¡doce años!

Así las cosas (grande la muletilla), Gil pide con todo respeto a la autoridad competente el piso cuarto de la Rectoría para mudarse con todo y sus chivas. ¿Hay Sky HD? Si no, a ponerla a la brevedad o los gameses se quedan también con algunos salones de clase. Esas instalaciones les serán devueltas en diez años. ¿Estamos? La verdad:

¿Cuántas generaciones nacerán, se desarrollarán, alcanzarán la plenitud y morirán en el Auditorio Che Guevara? Ustedes digan.

La sentencia de Aristóteles quiso adueñarse del ático y espetó:

“Gracias a la memoria se da en los hombres lo que se llama experiencia”.

Gil s’en va

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