Carlos Bravo Regidor
El miércoles pasado, en su artículo de La Jornada, Claudio Lomnitz propuso un ejercicio de imaginación pública al que vale la pena volver, sobre el que hace falta insistir, a propósito de la reforma educativa y la lucha magisterial. No se trata de una apología ni de una diatriba sino de un genuino intento de re-describir el problema en cuestión: de hacer crítica como una forma de crear solidaridad.
No resumo los argumentos de Lomnitz. Mejor remito directamente a la versión en línea de su artículo (http://bit.ly/14Wi3WP) y acto seguido me subo, ya en marcha, al tren de su reflexión.
En general, la resistencia magisterial ha sido muy susceptible de ser deslegitimada. Por buenas o malas razones, los maestros no han sabido explicarla, las autoridades no han podido solventarla y la población afectada por las movilizaciones no ha querido más que repudiarla. La cobertura mediática del conflicto se ha reducido, así, a representar a quienes protestan como “violentos” que buscan defender sus “privilegios”.
Los métodos de la lucha magisterial son, desde luego, condenables. Pero también deberían ser igual de condenables las condiciones en las que los maestros, particularmente los de estados pobres como Michoacán, Guerrero, Oaxaca o Chiapas, tratan de ejercer su improbable labor educativa: el hambre y la desnutrición infantil, la infraestructura miserable, el rezago y la marginación social, la falta de capacitación, el abandono institucional.
Asimismo, el hecho de que haya muchos y muy buenos motivos para estar a favor de la creación de un servicio profesional que elimine el control de las cúpulas sindicales sobre la carrera docente no obsta para reaccionar como si todo reparo u oposición al respecto constituyera, ineludiblemente, una defensa del statu quo educativo. Porque la iniciativa de Ley General del Servicio Profesional Docente presentada por el Ejecutivo tiene, como han señalado críticos como Ricardo Raphael (http://j.mp/1dhlkdu) o Jorge Javier Romero (http://j.mp/17dFobB), varios defectos significativos: confunde profesionalización con evaluación, es muy poco clara en cuanto a la distribución de competencias entre autoridades federales y estatales, no crea un servicio nacional sino apenas reglas de operación para que cada gobierno local gestione las plazas, etcétera.
Finalmente, convendría saber, separar lo urgente de lo importante. La reforma educativa apremia, pero su éxito no se medirá de un día para otro ni se agotará, en última instancia, en el cambio normativo. Tendrán que pasar muchos años, quizás décadas, para observar sus resultados. Y habrá que seguir haciendo ajustes, probablemente muchos, durante su proceso de implementación. Todo lo cual requerirá de negociaciones, paciencia, aprendizaje, constancia.
El éxito de la reforma educativa no significa, no puede significar, la derrota del magisterio. Los problemas políticos no se resuelven llamando a la policía.
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