Carlos Bravo Regidor
Una de las causas más frecuentes del fracaso de proyectos reformistas, sobre todo en los países en desarrollo, es la falta de capacidades institucionales. No basta con que los diagnósticos sean certeros, con que haya voluntad y dinero, ni siquiera con que las reformas susciten amplio consenso. Lo más importante, lo fundamental, es que existan instituciones que ejecuten exitosamente las reformas en cuestión, que conviertan las buenas intenciones en buenos resultados.
El ímpetu reformista del gobierno de Enrique Peña Nieto acusa un notable déficit en ese sentido. Plantea transformaciones muy ambiciosas en distintos ámbitos, pero no se hace cargo de la necesidad de contar con los capacidades institucionales para hacerlas viables, para encauzar y sancionar esas transformaciones. Y es que hay una gran diferencia entre tener ganas de cambiar las cosas y tener capacidad de cambiarlas.
Aunque, visto el modus operandi del peñanietismo, lo que habría que preguntar es más bien si de veras hay ganas de cambiar cuando no hay ganas de construir capacidad de cambio. Dos ejemplos:
1. La reforma fiscal aspira a recaudar más recursos y elevar la carga impositiva sobre los grupos de mayores ingresos. Sin embargo, no fortalece la magra capacidad redistributiva del Estado mexicano (véase la famosa gráfica de la OCDE en http://j.mp/1agjDYx) ni modifica sustantivamente la estructura del presupuesto. Es decir, se trata de una reforma que busca aumentar los ingresos pero sin comprometer al gobierno a gastar mejor.
2. La reforma energética promete elevar la producción de hidrocarburos a un menor costo para ampliar la renta petrolera y promover un mayor desarrollo económico. Sin embargo, entre 2001 y 2012 los excedentes petroleros (i.e., los ingresos derivados de la diferencia entre el precio fijado en la ley de ingresos y el precio promedio de la mezcla mexicana) ascendieron a 955 mil millones de pesos (véanse el análisis de datos de D4 en http://j.mp/14xC1eI) sin que esa renta petrolera adicional se tradujera en un gasto mejor orientado para promover el desarrollo. Es decir, se trata de una reforma que busca aumentar la extracción de riqueza del subsuelo pero sin mejorar la capacidad del gobierno para disponer de esa riqueza de un modo más transparente y productivo.
¿De qué sirve reformar para dotar al gobierno de mayores recursos si no se reforma, a su vez, la forma en que el gobierno gasta?
Que en la agenda presidencial no tengan prioridad ni la rendición de cuentas ni el combate a la corrupción dice mucho, lo dice todo, sobre la falta de capacidades institucionales con la que tarde o temprano se toparán las reformas…
Al tiempo.
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