Reformas como “productos milagro”

Carlos Bravo Regidor

Exagerar los beneficios que acarrearía la aprobación de tal o cual reforma hasta el punto de promoverla como si se tratara de un “producto milagro”, de esos que prometen curar simultáneamente todo tipo de dolencias u obtener resultados inmediatos sin hacer mayores esfuerzos, es una de las rutinas retóricas más desgastantes de nuestra conversación pública. Porque en su afán de suscitar adhesiones dicha rutina termina condenando las reformas no a que fracasen sino, en todo caso, a que decepcionen.

Desde hace ya tiempo (¿ 1994? ¿1997? ¿2000? ¿2006? ¿2012?) que en México existe un clima de opinión muy propicio para la inflación de expectativas: en el que suelen imperar ánimos más precipitados que reflexivos, tonos más exaltados que esperanzados, voluntades más preocupadas por mostrarse muy convencidas de que hay que cambiar que ocupadas en hacerse cargo de los cambios posibles.

Así, cada elección presidencial, cada periodo de sesiones en el Congreso, cada negociación importante entre los partidos tendemos a representárnosla como “la hora de la verdad”, como una disyuntiva en la que hay que elegir “entre el pasado y el futuro”, como la última oportunidad para hacer “las reformas que el país necesita”, para lograr “el cambio verdadero”, etcétera.

No se me oculta que hay de reformas a reformas, que habrá algunas que puedan hacer diferencias significativas y otras que no tanto. Tampoco ignoro que hay intereses muy concretos que ganan cuando nos relatamos la vida pública en un registro, digamos, de tan corto horizonte y tanta intensidad.

Lo que me pregunto, en todo caso, es cuál será el efecto acumulado de esa manera de contarnos nuestra historia contemporánea como la historia de una crisis sin fin, como una sucesión interminable de coyunturas perenetorias.

¿Qué tipo de propuestas tienen mayor probabilidad de éxito cuando el electorado espera resultados rápidos y contundentes? ¿Qué clase de figuras políticas saben canalizar mejor la impaciencia, la frustración, la furia? ¿Qué noción de futuro puede engendrar un presente tan volcado sobre sí mismo, tan falto de perspectiva?

Quizás convendría replantear la manera en que nos hemos acostumbrado a pensar las reformas. Dejar de concebirlas como actos e imaginarlas más como procesos; poner el énfasis no tanto en quién las promulga sino en cómo se ejecutan.

Hay un punto en el que la responsabilidad no es ya solamente de quienes venden “productos milagro”. Es, también, de quienes insisten en seguirlos comprando...

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