Recuerdo de Orwell

Carlos Bravo Regidor

En un lúcido ensayo sobre la fuerza del autoengaño en política —sobre el hábito de creer cosas que uno sabe que no son ciertas o de negarse a admitir hechos evidentes—, George Orwell invitaba a sus lectores a llevar un diario en el que registraran sus opiniones sobre eventos importantes. De ese modo, cuando hubiera circunstancias o datos que mostraran cuán absurda era tal o cual opinión, podrían cotejar si dicha opinión no había sido, de hecho, la suya.

Era una fórmula muy apta para tratar de no incurrir en la frecuente práctica de sostener opiniones políticas con independencia de los acontecimientos a los que se refieren. Es decir, como si se bastaran a sí mismas, como si el adjetivo “políticas” le concediera a dichas opiniones el privilegio de no tener que confrontarse con la realidad. Seamos francos, remataba Orwell: “ver lo que ocurre delante de nuestras narices requiere una batalla constante”. Una batalla, se entiende, sobre todo contra nuestra obstinada capacidad de autoengañarnos.

El genio de Orwell estaba, más que en sus ideas o en su método, en su empeño de dar precisamente esa batalla. En su voluntad de mantenerse en guardia ante el acecho que las inercias, las pasiones y los prejuicios ejercen, desde el cubil del propio fuero interno, sobre nuestra disposición para habérnoslas con el mundo. Fue así como Orwell logró cultivar esa dignidad tan distintiva que tuvo su mirada, ese modesto pero transparente estilo basado en lo que él mismo denominó “el poder de encarar”.

Su prosa fue un elocuente testimonio de ese poder. Limpia, llana, directa, no buscaba agradar sino ser clara: decir lo que tenía que decir como tenía que decirlo. Y es que la integridad de la escritura era inseparable, para Orwell, de la integridad de la conciencia. “El mayor enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad”, dejó dicho en otro de sus ensayos. Alérgico a los eufemismos, a los lugares comunes y a las frases hechas, exigía a quienes escribimos pensar las palabras con las que trabajamos para evitar que las palabras hicieran el trabajo de pensar, o mejor dicho de no pensar, por nosotros.

Contra la comodidad del autoengaño y la impunidad de la palabrería en una conversación pública que a veces, demasiadas veces, tiene muy poco de genuina conversación y mucho de estéril griterío, he querido recordar a Orwell como un modelo, como un ejemplo en cuya obra encarna muy sobradamente una virtud que a veces, demasiadas veces, parece hacernos falta: la honestidad intelectual.

http://conversacionpublica.blogspot.com

Twitter: @carlosbravoreg

Temas: