Luis de la Barreda Solórzano
Lo que sucede en Egipto es un pedagógico ejemplo de lo extremadamente difícil (¿imposible?) que resulta la instauración de la democracia en las sociedades de mayoría islamista. En ese país cientos de jóvenes murieron y miles sufrieron prisión durante la revuelta popular que finalmente depuso a la dictadura castrense de Hosni Mubarak. A la caída del dictador se celebraron, por primera vez en el país, elecciones libres.
El voto mayoritario llevó a la presidencia a Mohamed Morsi, dirigente de los Hermanos Musulmanes, un movimiento religioso que había sufrido persecución durante décadas. Los perseguidos se volvieron persecutores en cuanto llegaron al poder. Los cristianos coptos, que son el 10 por ciento de la población, fueron víctimas de feroz hostigamiento y asesinatos. Los derechos humanos dejaron de estar vigentes en virtud del reinado de la sharía: se sometió a las mujeres a diversas formas de discriminación y se les obligó al uso del velo, se suprimió la enseñanza laica y mixta, se impusieron severas restricciones al derecho a la información, y en sólo un año se arruinó la economía y el orden público se volvió caos permanente.
¿Para esto se había derribado a la anterior dictadura? ¿Para dar paso a una dictadura religiosa? Millones de ciudadanos salieron a las calles a protestar en todo el país. Los nuevos tiranos, como sus antecesores, reprimieron las protestas brutalmente. Otra vez hubo vidas humanas sacrificadas. En medio del descontento de amplios sectores sociales y de una situación caótica marcada por violencia in crescendo, el ejército dio un golpe de Estado apoyado por un porcentaje considerable de la población. Un golpe de Estado militar nunca es una noticia celebrable, pero una dictadura teocrática es insoportable para cualquier amante de la libertad.
Para la existencia de un régimen democrático el sufragio efectivo es condición indispensable, pero de ningún modo suficiente. Las libertades políticas y la libertad de conciencia, la tolerancia y la igualdad de todos ante la ley son consustanciales a la democracia: ésta no existe ahí donde esos valores y principios se desconocen. La pregunta clave es ésta: ¿es posible la democracia en las sociedades gobernadas por musulmanes? El ejemplo de Egipto ilustra magníficamente la importancia del laicismo. Una democracia es laica o simple y sencillamente no es. Allí donde un grupúsculo en el poder reprime la libertad religiosa y sujeta a la población a pautas inspiradas en una determinada creencia, se está asesinando la democracia.
Es verdad que en Egipto la mayoría de los ciudadanos votó por los Hermanos Musulmanes, pero en la democracia las minorías tienen derechos que deben ser rigurosamente respetadas. Quienes gobiernan elegidos por la mayoría son profundamente antidemocráticos si atropellan las libertades públicas o privadas. Un gobierno surgido del voto popular puede devenir en tiranía criminal (como lo demuestran los casos de Hitler y Mussolini, entre muchos otros).
Para que los países gobernados por líderes musulmanes puedan llegar a ser democráticos será imprescindible el advenimiento de su propia Ilustración, como la que iluminó a los países europeos en el siglo XVIII y dio lugar a regímenes democráticos ––por supuesto laicos––, a la proclamación de los derechos humanos y al final de la Santa Inquisición.
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