Luis de la Barreda Solórzano
Desde la administración de Hugo Chávez la democracia quedó malherida en Venezuela. El presidente avasalló al Poder Judicial, a la autoridad electoral y a la defensoría del pueblo.
Además encarceló a opositores y a jueces que dictaron fallos que no le agradaron, incluida una juez que fue violada en prisión; acosó a medios de comunicación; formó grupos paramilitares; dio patente de corso a la policía para perpetrar graves abusos, homicidios incluidos, y abandonó la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Si algo quedaba de democrático en un régimen que perpetra cotidianamente tales abusos, era que el presidente y los gobernadores se elegían en las urnas. Pero en la elección en la que salió electo por mínimo margen Nicolás Maduro la oposición contendió en condiciones tremendamente desventajosas: mientras el candidato oficial disponía en la televisión y la radio de una eternidad de horas y horas para sus discursos y su propaganda, a Capriles le eran concedidos tiempos brevísimos. En la jornada electoral abundaron las irregularidades. Pero la impugnación presentada no tenía la menor posibilidad de ser atendida seriamente por funcionarios electorales incondicionales del gobierno.
Ya en el poder, Maduro ha redoblado el hostigamiento a los medios y la represión a los inconformes. El canal de televisión Globovisión fue sometido a tal sofocamiento que sus dueños terminaron por venderlo a empresarios que lo han hecho un medio oficialista. A El Nacional —un diario emblemático— se le ha impedido adquirir papel, por lo que ahora la edición consta de sólo 10 páginas. El líder opositor Leopoldo López está en una prisión militar. Las manifestaciones de las últimas semanas han sido atacadas por la policía y por pistoleros en motocicletas. El saldo es hasta el momento de 24 muertos.
Maduro llama fascistas a los opositores, aunque, como puntualiza Mario Vargas Llosa (El País, 9 de marzo), “fascismo significa un régimen vertical y caudillista, que elimina toda forma de oposición y, mediante la violencia, anula o extermina las voces disidentes”.
El indudable miedo que provoca la violencia oficial no ha acallado la protesta porque los venezolanos están desesperados ante la inflación más alta de América Latina, una tasa de criminalidad de las más elevadas del mundo, la carestía y —en las manifestaciones se expone la vidaupciforma de oposiciizncia de la policnásicos, los hospitales sin medicamentos, el mercado negro que ha multiplicado por 13 el precio del dólar, el desplome de la producción petrolera, la caída vertiginosa de los niveles de vida y el estrangulamiento de las libertades.
A diferencia de los manifestantes ucranianos que contaron con la simpatía de la Unión Europea, los venezolanos dan su desigual lucha en completa soledad. La OEA muestra una vez más su inoperancia, y los gobiernos democráticos de la región han optado por un silencio vergonzante y vergonzoso. Un segmento de intelectuales latinoamericanos asombrosamente defiende esa dictadura, como ha defendido la cubana. Proclamarse de izquierda es, por lo visto, extraña y absurdamente, la vacuna contra toda condena. La izquierda surgió históricamente para combatir injusticias sociales e impulsar las libertades. Hoy esa etiqueta está sirviendo para inmunizar de cuestionamientos a un régimen sostenido por el terror.
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