Paquito D´Rivera
Para los que no iban a disfrutar del vistoso show de Tropicana, sino a trabajar en él, el sitio favorito del inmenso club no era precisamente el bar justo a un lado del gran salón “Bajo las estrellas”, cuya barra lumínica recordaba las caprichosas formas onduladas de los relojes que dibujaba Salvador
Dalí, y donde el humo del tabaco negro mezclado con el ron cubano se confundía con el aroma de las mulatas que cada noche, al final del alucinante espectáculo, bailaban sobre las pequeñas plataformas individuales colocadas en la base de cada una de las palmas reales que rodeaba el cabaret.
Tampoco lo era en salón “Arcos de cristal”, diseñado años más tarde por el gran Peruchín, con su eterno habano entre los labios, envolvía a todos desde la tarina en penumbras con la magia de su piano y su orquesta.
El punto fijo de reunión para los que allí trabajan era la moderna cafetería, que quedaba a la izquierda de la entrada principal del cabaret, y allí se daban cita cada noche espontáneamente, y sin previo acuerdo escrito u oral: cantantes, domadores de fieras, bailarinas, tramoyistas, coreógrafos, escenógrafos, rumberos, equilibristas y músicos, aproximadamente desde un par de horas antes de comenzar el mundialmente famoso show de variedades.
El más popular, alegre y divertido entre los muchos y muy variados personajes que acudían a la concurrida cafetería era probablemente Felo Bergaza, quien cada noche salía a mitad del espectáculo, vestido con frac de lentejuelas y vivos colores, tocando un piano de cola blanco sobre una plataforma giratoria escondida entre la tupida vegetación, y que se elevaba envuelto en una nube de burbujas, humo y agua. “La Feria”, que era como cariñosamente llamaban al pintoresco artista sus muchos amigos y admiradores, era un hibrido tropical entre Carmen Cavallaro y Liberace, con un dominio espectacular de las octavas y un teatral sentido del humor.
Mulato colorao, cabezón, casi bembón, afectuoso, pícaro y jaranero, su sola presencia hacia cambiar positivamente el estado de ánimo del más margado y sonreír, cuando no arrancar la más sonora carcajada al más triste de los hombres.
Corrían los primeros años de la Revolución que, al derrocar al dictador Fulgencio Batista, llevó al poder al joven Fidel Castro, quien desde muy temprano se dedicó a intervenir y nacionalizar toda empresa privada, nacional o extranjera, en la Isla. Tropicana no fue la excepción, y aquella noche, entre los clientes habituales de la cafetería, había uno que francamente desentonaba en medio de los sombreros de yarey del conjunto campesino, el maquillaje sensual y exagerado de las bailarinas, los smokings de la orquesta de Armando Romeu, las camisas guaracheras de los rumberos y la semidesnudez del domador de leones de cabellos dorados. Allí estaba sentado en la barra de formica blanca y estrellitas multicolores, vestido de completo uniforme militar, con gorra, botas de campaña y pistola al cinto, nada más y nada menos que Rodobaldo, el flamante interventor del mismísimo paraíso bajo las estrellas: el cabaret Tropicana.
El bullicio, las bromas típicas de los artistas, y hasta el ruido del fregadero de platos, vasos y cubiertos se habían reducido a un murmullo. Casi todos comentaban con cautela y en susurros la llegada del nuevo jefe que poco tenía que ver con todo aquel mundo de sueños y fantasía. El ambiente era tenso, y la
atmósfera festiva característica de aquel lugar tal parecía que hubiera escapado por la puerta de entrada, huyendo del inquietante personaje verde.
La autorrepresión es una de las primeras técnicas de control masivo que aprenden a aplicar los regímenes totalitarios, y por esta razón nadie allí se atrevía más a reír en alta voz y todos se comportaban disciplinada y tímidamente, como en un campamento militar. Hasta que de pronto, un grito familiar a toda la fauna artística de aquella jungla rompió el incómodo silencio, devolviéndole la alegría a toda aquella gente:
—¿Síiiiiiiiiiiiiiiii, aquí llegó la Felaaaaaa!
Era (quién si no) Felo Bergaza, que hacia una vez más su entrada triunfal abriendo de par en par las puertas de cristal de la cafetería, todo vestido de blanco, bailando ballet, mientras tarareaba El vals de las flores, de Tchaikovsky, y después de pasearse por todo el salón, haciendo piruetas y danzando en puntas de mesa en mesa, fue a caer de sopetón sobre la única banqueta que quedaba libre en la barra, justo al lado del hombre vestido con el anacrónico uniforme verde olivo.
—¡Ta-raaaaaa!— cantó Felo a modo de CODA y Gran finale de su coreografía, cerrando dramáticamente el calderón del acorde final con un grandioso platillazo imaginario, y reverenciando a su público emocionado , provocando un rugido al unísono salido de las gargantas de la multitud enardecida, que aplaudía a rabiar la graciosa ocurrencia del improvisado ballerín. Todos menos el sorprendido interventor, quien recuperándose de su estupor, poniéndose de pie indignado, ordenó silencio a los presentes con un enérgico gesto.
—¿Compañero!— le espetó directamente al rostro del pianista, quien en una de sus típicas poses teatrales, llevándose una mano al pecho, fingiendo una profunda sorpresa, miró a los ahora silenciados presentes alrededor suyo, y finalmente dirigióse al enfurecido jefecito diciéndole:
—Cómo que compañero?— pronunció “La Fela” con voz entrecortada. Y abriendo desmesuradamente los ojos, tanto que parecía que iban a salírsele de las órbitas, continuó: —¡Coño, no me vas a decir que tú también eres maricón!