Andanzas de Fernando Mulens

Paquito D´Rivera

La realidad fue, que atraído por el fabuloso ambiente musical de La Habana de aquella época, Fernando Mulens regresa a Cuba en 1957, y trabaja intensamente, dirigiendo orquestas de cabarets y espacios de radio y televisión. Fracasado su primer matrimonio, se casa con la cantante María de los Ángeles Rabí. Fundó el cuarteto “Los Modernista” y grabó varios discos a piano solo y con orquesta de cuerdas. Poco después del triunfo de la Revolución castrista de 1959, la libertad de movimiento fue drásticamente limitada por el nuevo régimen; de modo que en 1966, acostumbrado a moverse de un lado a otro del mundo, aburrido e imposibilitado de salir y entrar a su país libremente, con el pretexto de cobrar unos derechos de autor, logra conseguir un permiso de salida temporal y regresa a España, donde permanece algunos años. De allí, a Nueva York y finalmente se radica en Puerto Rico.

Y en aquella despedida del año 86 en La Isla del Encanto, el que brillaba por su ausencia era Fernando Mulens, ya que aunque vivía entonces en la capital puertorriqueña, yacía herido de muerte en un hospital de San Juan. Según me contaron, el autor de “Aquí de Pié”, “Qué te pedí”, “A pleno sol” y tantas otras bellísimas melodías, tenía varias venas completamente tupidas, y sus pulmones destrozados como resultado de décadas de fumarse toda la nicotina que estuvo a su alcance desde que era casi un niño en su natal San José de los Ramos .

La clínica era una instalación parecida a la Quinta Covadonga de La Habana, donde las habitaciones dan con sus delgadas puertas plegables a un pasillo exterior, con vista a unos jardines con flamboyanes y marpacíficos. Al llegar a su cuarto, muy ventilado y claro, lo encontramos de muy buen humor, esperando a que viniera María de los Ángeles Rabí, la soprano que había estado a su lado por tantos años, aun después que el resbaloso músico matancero se mudara pa’ la casa de al lado, con una vecinita muy joven, ex amiga del matrimonio.

–Hey, Tito Chiquito ––así me llamaba a veces, por mi padre, que fue su amigo de muchos años–– ¿Tienes fuego?

–¿Cómo que fuego… y eso pa’qué Fernando? – pregunté un poco extrañado

–¿Cómo que pa’qué…Y pa’qué va a ser mi’jito?... pa’darle candela a este cabo que tengo aquí– dijo en un susurro, abriendo mucho los ojos, y mirando hacia la puerta de salida, mientras sacaba con sigilo, un cigarrillo apagado y a medio fumar que había escondido en una bolsita de nylon debajo de la almohada.

Fernando Mulens, con quien no hablaba desde hacía 20 años, me trataba como si hubiéramos estado bebiendo la noche anterior en algún bar de la calle Infanta o algo por el estilo; cosa que jamás hicimos debido mayormente a las diferencias de edad. Cuando él se largó de Cuba en el año 66, yo tenía 18 años y estaba pasando el servicio militar obligatorio; así que yo ni me enteré ni cuándo ni cómo fue la cosa.

––Pa’ darle candela a ese cabo…–– pensé en alta voz a la vez que me reía de su expresión de niño travieso. Yo también fumaba en ese tiempo, y por eso cometí la burrada de ayudar a encenderle el maloliente cabo al músico. Pero además de eso, la gran admiración que sentía por él, me ablandó el corazón.

Entonces recordé con nostalgia la última vez que lo vi en La Habana, con un cigarrillo extrafino colgándole bajo su bigotico recortado a lo Adolphe Menjou, dirigiendo desde el piano de cola la orquesta del Salón Caribe, del antiguo Hotel Hilton. Sosteniendo el acorde final de una pieza del show, se le cayó el cigarrillo, primero sobre su elegante chaqueta de tergal, y después rodó encendido hacia debajo del piano. La primera trompeta estaba soplando una nota muy aguda, mientras Mulens en cuatro patas buscaba por la alfombra el cigarrillo encendido.

Ya el primer trompeta se estaba poniendo azul, y en el escenario, hasta el forzudo que sujetaba a la chica con una sola mano en alto, empezaba a flaquear. Cuatro sudorosos rumberos ya no daban más de mover los hombros frenéticamente, y los bailarines se estaban mareando de tanto girar y girar sobre el larguísimo acorde. En eso, un hombre cuya mesa estaba cerca de la tarima de la orquesta, se compadeció de ellos, se adelantó y tras lanzar un potente silbido que atrajo la atención de todos en el cabaret, con un gesto enérgico cortó la orquesta de una vez. Entonces Mulens, un poco azorado, sacó la cabeza tras una de las patas delanteras del piano, y sacudiéndose la ropa se puso de pié. El público, así como los bailarines, los camareros y la orquesta comenzaron a aplaudir frenéticamente, y el hombre que había cortado el acorde aquel, saludó dramáticamente a quienes con tanto entusiasmo lo vitoreaban. Acto seguido, Mulens se sentó en la banqueta, depositó el cigarrillo que había recuperado de la alfombra en un cenicero que tenía a la izquierda junto al atril del piano, y marcó la introducción del próximo número del show, así no más, como si nada hubiera sucedido.

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