El distraído Fernando Mulens

Paquito D´Rivera

Uno de los saxofones de la banda del pianista Fernando Mulens era mi padre, y el bajista no era otro que el joven Juan Formell, el hombre que estaría llamado, muy pocos años después, a cambiar el rostro de la música cubana contemporánea.

El baterista era Blasito Egües, quien antes del legendario Changuito, fuera el primer baterista de “Los Va Van”. Yo vivo convencido de que los sucesos que tantas veces consideramos históricos, por lo general son lavados por las implacables aguas del tiempo, ya que la historia es algo que va pasando calmada o vertiginosamente sin que nos demos por enterados hasta mucho después.

En el pintoresco show del Salón Caribe, junto a muchas otras figuras de la variada escena habanera, casi siempre participaba el cuarteto vocal “Los Modernistas”, que Mulens había creado con voces que antes habían integrado el cuarteto de Carlos Faxas. Además de acompañar el show, la orquesta tocaba un bailable, con música del fenomenal libro de arreglos de Jazz que había dejado Rafael Somavilla, al cesar sus funciones como director en la orquesta del cabaret. Como mi viejo tocaba el tenor en la orquesta, y era buen amigo de Pardo, quien tocaba el lead alto, a veces me daban una chance pa’ sentarme en la sección de saxofones y descargar con la orquesta.

Muchas otras veces hasta se sumaban Rembert Egües, Amadito Valdés y Fabián García, los demás miembros de “Los Chicos del Jazz”, nuestro primer conjunto musical.

Además de su reputación de buen pianista, arreglista, compositor y mujeriego incorregible, Mulens tenía fama de ser muy entretenido. Muchas veces olvidaba dónde había parqueado su auto, y frecuentemente lo encontraba por casualidad, de camino al Hilton o a los estudios de televisión.

Cierta vez (en que habría encontrado el auto), se quedó parado un largo rato frente a una luz roja en la esquina de Infanta y Humboldt, a la salida de Radio Progreso. Lo acompañaba su colega y amigo entrañable Adolfo Guzmán, El Reyecito, quien al ver que Mulens no sacaba el pie del freno por demasiado tiempo, le preguntó:

—¿Qué esperas para moverte, Fernando?

—Espero a que cambie la Luz, Reyecito, le contestó el pianista con su acostumbrada forma suave y gentil.

—¿De qué luz estás hablando, Fernando, tú no ves que ese bombillo rojo encendido es de la farmacia que está hoy de turno?

Fernando Mulens, lo mismo como solista que acompañando a sus “Modernistas”, a su esposa u otros cantantes, aparecía con frecuencia en la televisión nacional, lo que hacía de él una personalidad muy conocida por el público en general. Cierta vez en que salía muy de prisa de una grabación en Radio Progreso, levantó el brazo y se metió en el primer carro que se detuvo frente a él.

—Llévame al Hilton, pero corriendo, que estoy atrasadísimo pal’ show.

—Cómo no, maestro, enseguida.

El hotel quedaba muy cerca de “La Onda de la Alegría”, y al llegar pocos minutos más tarde, Fernando Mulens le alargó al chofer un billete de 5 pesos, y que se quedara con el vuelto. A lo que el hombre, rechazando el billete le contestó:

—De ninguna forma maestro; es un placer servirlo.

Un tanto confundido y sin comprender muy bien la cosa, Mulens le dio las gracias al hombre, y cuando se bajó del vehículo, cuál sería su sorpresa al darse cuenta de que quien lo trajo hasta allí, había sido nada menos que ¡un carro patrullero de la Policía Nacional!

En la movida intersección de M y 23, en La Rampa, estaban: el edificio Alaska en una esquina, y al cruzar la calle M, los monumentales estudios de CMQ Radio-TV. La “alegre” y siempre iluminada funeraria Caballero quedaba al cruzar 23, y frente a ella el hotel Hilton. A un costado de la azulísima mole del hotel, bajo los inmensos murales de Amelia Peláez, estaba el restaurante Polinesio. Casi a la entrada del sitio había un par de enormes hornos de barro, y allí cocinaban unos deliciosos pollos a la barbacoa. En el bar preparaban unos cocteles exóticos en vasos de formas caprichosas, con sombrillitas de papel, y todos aquellos colores vivos que a Mulens le encantaban.

Como conocían a tanta gente, los esposos Mulens preferían sentarse medio escondidos al fondo del restaurante, para poder comer en paz; y cuentan que una noche, ya terminaban de cenar, cuando Fernando le dice a su mujer que vaya pidiendo la cuenta, en lo que él va al baño cerca de la puerta de salida.

Pasado un lapso más largo de lo normal, y conociendo a su marido, María se encaminó al teléfono público que había a la entrada del restaurante, deslizó un níquel por la ranura y discó el número de su hogar.

—Hey, María, la verdad es que ni me acordaba que tenías programa de televisión hoy, por eso me extrañó no encontrarte en casa cuando llegué. Óyeme, y pa’ qué contarte el trabajo que me dio encontrar el carro, que yo creía… María lo interrumpió.

—No, papito, si no tuve programa ni nada hoy. Lo que pasa es que vine a cenar al Polinesio con un idiota que me ha dejado “‘Aquí de Pie’, frente al paisaje que me vio soñar”, y de contra se fue sin pagar la cuenta… click!...

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