Roque Guinart y la leyenda del buen bandido

Cuando Don Quijote se acerca a la ciudad de Barcelona es interceptado por un grupo de forajidos y asaltantes de caminos, comandados por Roque Guinart, el nombre que Miguel de Cervantes da al bandido catalán de la historia real, Perot Rocaguinarda. El retrato que hace Cervantes del bandolero no podría ser más virtuoso: valeroso, admirado, gallardo, cortés, liberal… Don Quijote se asombra de que Guinart presuma de su fama tanto como él mismo. Hablan y se entienden como si fueran dos celebridades, uno al margen de la razón y otro al margen de la ley.

En un principio, el caballero andante desconfía del bandido catalán. Sin embargo, al avanzar la conversación, Don Quijote advierte “buen discurso” en alguien que se dedica al “oficio de robar, matar y saltear”. Guinart dice que la vida lo ha llevado a tomar el camino de la delincuencia, pero que en el fondo es “compasivo y bienintencionado”. Sus acciones son meramente defensivas, provocadas por un agravio del pasado, cuya injusticia demuestra la hipocresía del mundo civilizado. El derecho, parece decir Guinart, es un embuste de los ricos para esquilmar a los pobres.

He recordado el diálogo magistral de Cervantes con el revuelo por la entrevista entre Sean Penn y El Chapo Guzmán que, como se decía en el siglo XIX, “ha hecho sudar las prensas” en las últimas semanas. Lo que dice El Chapo y lo que interpreta Penn de lo que dice el narcotraficante es muy parecido a lo que, según Cervantes, pasaba por la cabeza de Alonso Quijano en aquellas cuevas de Barcelona. La celebridad justiciera, que en su locura desafía la razón y la ley, y el delincuente romántico que se defiende de un poder que lo acosa.

Como observaba hace unos días Maite Rico en El País, el encuentro de Penn y El Chapo y la entrevista accidentada entre ambos tiene que ver con la fascinación colonial que ejerce en Occidente el caudillo latinoamericano, llámese Fidel o Chávez, Marcos o Pablo. Pero habría que decir que esa fascinación no es nueva ni exclusiva de Hollywood o del liberalismo naiv de Estados Unidos y Europa. Cuando Alfonso Reyes pensaba en Zapata o en Villa lo primero que le venía a la mente era el personaje de Roque Guinart del

Quijote de Cervantes.

El revolucionario y el bandido son figuras emparentadas. Todo revolucionario —y pienso en los que verdaderamente hicieron revoluciones y no en los que llaman “revolución” a una arenga desde el balcón de un palacio o a un panfleto electrónico desde su laptop— tuvo algún momento de bandidaje. Por eso dos de los mayores historiadores marxistas británicos del siglo XX, E. P. Thompson y Eric Hobsbawm, se interesaron en los bandidos. Por eso el propio Marx admiró tanto el drama de Friedrich Schiller así llamado Los bandidos e insertó un “Elogio del crimen” en la teoría de la plusvalía de El Capital.

El bandido ha sido siempre un héroe popular en la cultura latinoamericana. Lo sigue siendo y sólo habría que darse una vuelta por los tianguis del Distrito Federal para ver, ahora mismo, a El Chapo Guzmán impreso en más camisetas que al Che Guevara. Hollywood, que no por gusto es la Meca de la cultura popular global, no hace más que proyectar esos cultos sociales que caracterizan a comunidades que no confían en la ley. Como Errol Flynn, que hizo de Robin Hood en un estudio de Los Ángeles y visitó a Fidel Castro en la Sierra Maestra, Sean Penn busca en El Chapo Guzmán a su Roque Guinart.

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