La instalación del sistema antimisiles estadounidense en Europa del Este volvió a desatar las alarmas en torno a una escalada armamentista en el Viejo Continente. Con la apertura de operaciones en Polonia, Rumania y aguas continentales de una serie de plataformas de lanzamiento, radares de rastreo y bases logísticas, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) -y en especial Estados Unidos- amplía sus capacidades de detección y defensa contra misiles balísticos que amenacen el territorio de los aliados occidentales.
El hecho provocó la condena de Rusia, que lo considera un acto agresivo en su contra y desestabilizador del balance de fuerzas regional. Y ha prometido responder ampliando sus capacidades aeronavales y coheteriles en las fronteras oeste de la nación euroasiática, incluido el enclave de Kaliningrado. A ello, Bruselas y Washington han contestado restando validez a las reticencias de Moscú, aclarando que el nuevo sistema se orienta a la protección de las capitales europeas de potenciales ataques de Irán y Corea del Norte. En ambos casos dos potencias regionales enfrentadas a Occidente, con avanzados programas de misiles de alcance medio y, en un futuro cercano, intercontinental.
Más allá de las razones de las partes, lo cierto es que la escalada armamentista forma parte de un movimiento geopolítico centrado alrededor del reposicionamiento de (y ante) Rusia, en el entorno europeo.
La Guerra en Ucrania del Este y el refuerzo de la presencia militar de la OTAN en las naciones vecinas de Moscú, así como el despliegue de tropas rusas desde el Ártico a Crimea son expresiones de dicho fenómeno. Las partes, por tanto, tienen intereses estratégicos que no pueden justificar haciendo pasar como simples reacciones a la movida enemiga. Las peligrosas apuestas por aislar a Rusia y desafiar a Occidente, respectivamente asumidas por élites y mandos de la OTAN y Moscú, se ponen en marcha.
Para una Europa sacudida por la falta de crecimiento, el auge de los nacionalismos de derecha y el cuestionamiento de la integración, una escalada con el país que gobierna Vladimir Putin representa un reto formidable. Máxime cuando Estados Unidos parece hoy empantanado en su contienda electoral y los conflictos de Asia y el Medio y Próximo Orientes. Para Rusia, integrada en la globalización, con una economía frágil y una demografía en declive, embarcarse en una nueva carrera armamentista puede revivir los viejos fantasmas que arruinaron a la bancarrota a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Las lógicas e intereses de sus complejos militares industriales y las élites nacionalistas podrán empujar en la dirección de una escalada; pero bien harían Moscú, Washington y Bruselas en colaborar para evitar sus insanos efectos.