Los pueblos no tienen “un alma”, si bien es cierto que la historia y cultura nacionales configuran determinados modos (acaso mayoritarios y dominantes) de ser y existir. Los rusos, en sus escasos siglos de existencia, han vivido bajo una serie de poderes autocráticos, con breves experiencias de baja calidad democrática. Y, en esos contextos, han forjado una espiritualidad, un arte, una forma de relacionarse con el otro que parece distintiva. Pasión desbordada, finísima sensibilidad ante la belleza y el caos, comunitarismo compasivo coexisten con la brutalidad, el alcoholismo y el capitalismo más salvaje. Y las encuestas y estudios recientes -esos que sirven para reflejar, cual instantánea, un estado de cosas allende la subjetividad e impresión aisladas- parecen demostrar la complejidad del alma rusa.
Los rusos, nos dicen las encuestas, quieren un orden protector, que puede materializarse en un presidente fuerte, en un empresario benévolo, en un padre de familia rígido pero justiciero. Al mismo tiempo, valoran las posibilidades que ofrece -en cuanto a movilidad, ascenso social y realización- la sociedad globalizada en la que desde hace un cuarto de siglo viven. Temen las amenazas -reales o supuestas- que desde el exterior pueden afectar su nación y sociedad, por lo que apoyan posturas nacionalistas a menudo ligadas al refuerzo del militarismo y el rol del Estado fuerte. Sin embargo, la paz (entre estados y pueblos) sigue apareciendo como un valor importante para buena parte de los habitantes del país eslavo.
Pensemos si no existen, en México, actitudes semejantes, aparentemente incoherentes entre sí e incompatibles con la idea dominante de estado de derecho y convivencia democrática. Una mayoría de los mexicanos comparten críticas al funcionamiento del régimen y economía actuales; otra cantidad nada despreciable incluso dice preferir otro tipo de orden (autoritario) si este garantiza ciertos bienes básicos. Las encuestas del INE/Colmex o los estudios del Latinobarómetro lo señalan. Es decir: la mayoría de las personas parecen valorar, a partir de su experiencia, el tipo de orden deseable; y los ideales se adaptan a esta percepción.
Tal situación no debía dejarnos un sentimiento de conformismo sobre la supuesta incapacidad de ciertos pueblos (y contextos) para arraigar la democracia; tampoco incurrir en lecturas culturalistas que justifican tal proceder. Pero si puede sugerirnos la deseabilidad de que atendamos la peculiar (y siempre cambiante) mezcla de historia, cultura y subjetividad personal que conforman el marco en que se forjan las representaciones y preferencias ciudadanas. En San Petersburgo, Toluca o Tumbuctú.