Amar la música hasta el odio

La vida y su desnudez sonora escoltada por la herida del tiempo mascullan resplandores, mastican azares, merodean por la pausa interminable, zanjan demarcaciones, dibujan delirios, trazan posibilidades. La vida y su vestido de sangre siempre en relación directa con los ecos. // La música llegaba, se extendía sobre el malestar, entraba por las grietas del hambre.

Las esclusas repletas de seres disimulados en los suspiros del silencio y la música invadiendo las intimidades del dolor. / Secuencias melódicas repetitivas. Vaivenes de una amplificada cadencia sobre la bruma, sobre la espesura del tizne de la noche. / Incesante sobre los vestigios del final, la música galopa en los ángulos de la ruina: jadea cómplice en la luz de los espejos.

Leo El odio a la música (Editorial El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2012), de Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, Francia, 1948): reconozco la adicción que provoca este escritor. Me declaro lector incondicional de sus folios: a él entrego la pureza de mis insomnios. Me prolongo en la abstinencia que provocan sus lances ilícitos. // Leo a Pascal Quignard para no olvidar / Leo a Pascal Quignard para olvidar. / Leo a Pascal para recordar. / Leo a Pascal para enmendar los abandonos.

Escucho en la sombra una sonata de Bach. Escucho en el alba un concierto de Mozart. La tarde se despliega: Haendel me regala sus conciertos para órgano y el oratorio romano El triunfo del tiempo y la verdad. La siesta se entreteje con Rapsodias Suecas, de Hugo Alfvén. El piano de Carla Bley conversa con los soplos de la trompeta de Paolo Fresu en The Lost Chords: decido morir temporalmente en el refugio de las resonancias. // Miles Davis juguetea en la cifra de una nota. Thelonious Monk se cambia de sombrero y deletrea una síncopa en los sudores de la intemperie. Soy un disipado de los acordes. Soy el avieso que entra al desvelo con Quignard y Atenea y los pájaros-serpiente de alas de oro.

“Terror y música. Mousiké y pavor. Esas palabras me parecen indefectiblemente vinculadas, por más alógenas y anacrónicas que parezcan entre sí. Como el sexo y el lienzo que lo cubre”, apunta el autor de Todas las mañanas del mundo. Sólo la música y su desgarrada hermosura dispersando retumbos sobre el mundo. Sólo la música emergiendo de los mutismos, rumiando el silencio: anulándolo. “La música es un espantajo sonoro. Tal es, para los pájaros, el canto de los pájaros. Una terrificatio”: Pascal Quignard. / Cada prosodia esconde una minúscula dosis de pavura. Escucho a Rachmaninov en su Rapsodia sobre un tema de Paganini: me invade el recelo.

Leo a Quignard: “Pavor que no será recuperado. Pavor connatural en los niños que juegan con bolitas de barro cocido. Apoyan una rodilla en tierra. Apuntan a una bolita mientras espían otra cosa”.

La acechanza y las prórrogas de la armonía insinuada. La música fue cómplice en el exterminio de los judíos: la administración de los Konzentrationlager procuraron bocinas que extendían las consonancias de violas y cornos, tambores y arpas, clavicordios y chelos… Y el horror humillante: un violín punzaba sobre la nieve. Amar la música hasta los ejes del resentimiento.

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