En la colaboración anterior, tratamos uno de los riesgos manifiestos de la ubicuidad digital en la que vivimos, el denominado “Ransomware”. Durante estos días, se ha discutido en todos los medios un peligro más real, absolutamente tangible, consistente en el uso de la tecnología para organizar y ejecutar actividades terroristas.
Los sangrientos eventos terroristas perpetrados en la Gran Bretaña en las últimas semanas, además de haberle costado la mayoría parlamentaria a la premier británica Theresa May, han renovado una vieja discusión, la relativa a someter la libertad absoluta en el uso del Internet a una gobernabilidad en materia de seguridad, nacional o pública.
La tesis es simple: la muerte de las fronteras y las distancias, el cúmulo de información en línea, han servido para exacerbar el fanatismo de algunos grupos o, peor aún, de individuos ubicados en todo el orbe. Por ello, claman los gobernantes, es indispensable regular al Internet y obligar a sus principales plataformas, como Google y Facebook, a colaborar con las autoridades de inteligencia y de procuración de justicia.
Esta tesis, que si bien tiene pies, también parece, por momentos, una oda al dicho de “maten al mensajero”. Nadie puede poner en duda que la conectividad de datos facilita el reclutamiento, educación doctrinaria y ejecución de actos extremistas que ponen en riesgo a la sociedad. En este tenor, tampoco ayudan las “guerras” declaradas por diversos gobiernos en contra de algunos movimientos, siempre cargadas de altas dosis de propaganda para justificar errores manifiestos en su actividad estatal. Si la tecnología facilita la comisión de actos delictivos, debemos estar conscientes que dichos actos persisten porque en la sustancia hemos sido incapaces de combatirlos.
En la coyuntura en la que nos ubicamos, en dónde las principales potencias mundiales están asustadas, con justificación, respecto del alcance que pueden tener algunas organizaciones extremistas (algunas de ellas creadas, directa o indirectamente, por estas potencias en su juego de ajedrez geopolítico), se empieza a ubicar a un medio, el Internet, como el objeto de una ofensiva regulatoria.
El Internet existe y se ha podido desarrollar, en mayor medida, gracias a la desregulación. Su desarrollo ha superado cualquier expectativa, al haberse extendido su uso a todas y cada una de las actividades humanas. Por ello, genera miedo y suspicacia. Hoy no podríamos concebir nuestro entorno sin la existencia de este medio de comunicación y sin estar “en línea” desde que nos despertamos hasta que finaliza cada día.
Es un hecho que algo habrán de hacer los gobiernos en torno al Internet.
También lo que hagan contravendrá el principio de neutralidad de la red, del que tanto se ha hablado en el pasado y legislado en años recientes. Esperemos que exista equilibrio en esta iniciativa de gobernabilidad cibernética.
El ámbito de la seguridad nacional y pública, no debe diezmar otros ámbitos fundamentales como el de la privacidad. Nos encontramos en un momento definitorio para delinear lo que sucederá en las décadas venideras. Como siempre, la discusión abierta y honesta, con su dosis de transparencia, deberá regir las medidas que se adopten para atender nuestra realidad.
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