Según la Real Academia Española, racismo es la “exacerbación del sentido racial de un grupo étnico que suele motivar la discriminación o persecución de otro u otros con los que convive”. A pesar de que un grupo de amigos me dice Negro desde la secundaria, confieso no sólo no haber exacerbado mi sentido racial, sino apenas tener ese sentido.
Ellos, que me apodaron así por mi morenez comparada con su blancura, es probable que tengan un poco más de sentido racial, pero moderado. Son atributos fortuitos que a mi parecer no importan y que a mis ojos pasan inadvertidos salvo por lo que son en un sentido estrictamente material, como un pantone o paleta cromática, o como un rostro con pelos o sin ellos. Vaya: apenas si me doy cuenta que soy alto.
Hago este apunte porque hace unos días escribí que México es un país racista y me gustaría hacer algunas precisiones. Lo es, por supuesto, pero el racismo mexicano no es comparable a la exacerbación del sentido racial de un supremacista blanco, ni motiva (creo) la persecución del otro. No es un racismo estridente ni rabioso (voy a olvidar por el momento la matanza de chinos en Torreón de 1911), sino todo lo contrario: es soterrado, susurrante e incluso cordial. Es un racismo que sonríe paternalmente y que en lugar de perseguir incorpora y contrata. Es un racismo hipócrita, pues, que al apenas ser consciente de sí mismo no tiene visos de desaparecer.
Esa falsa superioridad, que discrimina en sordina, traza una pirámide social que nos viene acompañando y apachurrando desde la época de los primeros tlatoanis. La pirámide es ahora una pri-rámide, un modo de ser, una idiosincrasia que trasciende los estratos políticos y permea en toda la sociedad. Muchos de los problemas que padecemos hoy, y que no han permitido que nuestra democracia alcance su mayoría de edad, parten de esta esencial verticalidad, de este mirar hacia abajo a nuestros compatriotas y semejantes. Los contrastes, a veces caricaturescos, se ven por todos lados, y no parecen alarmarnos. Yo he atestiguado el estupor de amigos extranjeros (sobre todo europeos) cuando la pirámide se manifiesta oronda frente a ellos, como si nada pasara, y es que nada pasa.
No soy ningún sociólogo, pero me parece que el racismo (que no la raza) determina la clase y ésta al clasismo, el cual (según la Academia otra vez) es una “actitud o tendencia de quien defiende las diferencias de clase y la discriminación por ese motivo”. La clave está en “defender las diferencias” (como si éstas de terminaran una preeminencia, una supremacía) y no en promover las semejanzas, que son básicas y nos hermanan. Estos lastres (racismo y clasismo) han coartado la movilidad social de un país que en lugar de estar construyendo el futuro se atoró en una adolescencia colectiva que sólo atiza su galopante desigualdad. Benito Juárez, nuestro gran presidente guelataense, habló famosamente del respeto al derecho ajeno, pero hoy habría que hablar también no sólo del respeto a la raza ajena sino de su esencial igualdad. Es una asignatura pendiente que casi nadie quiere confrontar. Pero esto lo dice el Negro: ya verá usted si mis palabras tienen validez.
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