No me resigno a aceptar la coincidencia de las fechas de los dos terremotos que más nos han golpeado. Es una incógnita que no puedo despejar y que me impide dormir. Leo por ahí que las probabilidades de que eso ocurriera (de que volviera a temblar fuerte un 19 de septiembre) eran 1 entre 74: me parecen pocas. Y el azar, en el que creo, hoy no me trae ningún consuelo. Así que, aunque sea para consumo personal, me ofrezco una explicación.
La terrible circularidad del calendario nos ha sido expuesta dramáticamente para que nos quede claro que un ciclo ha terminado. Del 19 de septiembre al 19 de septiembre, en un bucle de 32 años, una sociedad se hizo consciente de sí misma, salió a la calle, amenazó felizmente con despertar, intentó mantenerse unida pero se fue disgregando gradualmente para volver a ser una serie de individuos buscando solamente su beneficio personal y, finalmente, se hizo humo. Fue una especie de alba que no trajo consigo al prometido día. Esa generación es la mía: yo tenía 16 años entonces y 48 ahora y he vivido en carne propia el “casi” de esa sociedad a la que aspirábamos.
Pertenezco por brío de juventud y aprendizaje de vida al terremoto del 85. Éste de 2017, aunque me ha sacudido el alma y he ayudado en lo que he podido, ya no es mío, sino de mis hijos, que tienen 17 y 19 años: el rizo se ha cerrado con estrépito (dos diecinueves que rugen) y un nuevo ciclo comienza. Y aquí es donde, por fin, comienzan las buenas noticias. Porque no estamos condenados a repetir la historia, porque nuestros hijos son mejores que nosotros, porque las lecciones se han aprendido, porque el futuro es cada vez más precario y por ende más valioso. Y porque hemos cometido tantos errores y agotado tantos caminos que la ruta para la generación que nos releva brilla de claridad.
La energía de la gente de a pie ha rebasado y trascendido a nuestra caduca clase política, y eso lo perciben los jóvenes. La retórica de los discursos oficiales ha muerto de vacío, y eso lo saben los jóvenes. Las formas, las maneras de acercarse a la gente por parte de quienes nos representan, son acartonadas y solemnes, y eso repele a los jóvenes. Las propuestas de país son tan vagas como escasas, y ya no interesan a los jóvenes. Clásicamente, en tiempos electorales, todos nos decimos unos a otros que no tenemos por quién votar, que ningún partido ni candidato nos representan y terminamos tapándonos la nariz y tachando una casilla con nuestro voto útil. Hoy, todavía rielando con la emoción de lo que estos jóvenes han hecho tras el temblor, puedo decir que la única candidatura posible es la de ellos. Que sean ellos quienes sostengan esta solidaridad a lo largo de los meses y los años, que sean ellos quienes construyan alrededor de esta magnífica empatía. Que sean ellos quienes encaucen este nuevo fervor social, este nuevo ciclo que se abre al futuro.
En la cadena de las generaciones le paso con emoción esta cubeta de cascajo a mis hijos, para que sean ellos quienes pongan una piedra sobre otra y reconstruyan al hermoso país en que nacimos. Yo les ayudo en todo, por supuesto, pero la imaginación es toda de ellos.