Termino de leer Cartas a una joven desencantada con la democracia de José Woldenberg. No exagero en decir que es ya un libro de lectura obligada no sólo para los jóvenes, sino para todos aquellos que pretendan encontrar un rumbo en el océano democrático. Y también –o quizás sobre todo– para los que desprecian el paisaje democrático, ya sea por desidia, por impotencia, o porque no ven los cambios que quieren ver en la esfera política. Las cartas de Woldenberg presentan una luz simple y clara sobre los problemas más intricados de la democracia.
Lo primero: al problema de los conflictos entre poderes, de la lentitud de las decisiones, de los interminables debates legislativos, de las diversas posturas entre gobierno y oposiciones, subyace el reconocimiento al pluralismo. A ese principio que nos permite visibilizar que en la sociedad se presentan un sinnúmero de pulsiones, de tensiones, de puntos de vista distintos, de formas de vida igualmente legítimas y valiosas pero diferentes, merecedoras de protección y cauce institucional. Y que el único sistema de gobierno que permite canalizar la pluralidad, y que se manifieste en la esfera pública, es la democracia. Lo contrario, negar esa complejidad societaria, es el primer ingrediente en la receta dictatorial. Lo autoritario precisa de la monotonía, de la homogeneidad, de ver a la sociedad como un todo sin diferencias, para poder simplificarla y hablar en su nombre. Si la legitimidad en democracia proviene de compatibilizar las diferencias, en la tiranía proviene de aniquilarlas y sofocar los puntos de vista que desentonen con el punto de vista oficial.
Lo otro es algo que Woldenberg repite –como él mismo lo dice– como mantra: la democracia es superior a cualquier otro régimen de gobierno porque es el único que permite el cambio de gobernantes sin tener que acudir al costoso expediente de la sangre (Popper). Es decir, todo el entramado que vemos: elecciones, campañas, debates, competencia política, golpeteo mediático, múltiples vigilantes de las tareas de gobierno, sociedad civil, división de poderes, protección de los derechos fundamentales, y un gran etcétera, desembocan en una playa sin mucho colorido, pero playa al fin. En ésta tenemos la posibilidad de cambiar a nuestros gobernantes mediante instituciones y no armas. Hay una parte en el libro que ilustra muy bien este punto. El autor le dice a la joven a la que se dirige que “lo mejor de las elecciones son las propias elecciones”. Esto es, “el sólo hecho de que se lleven a cabo auténticos comicios es una ‘gran cosa’, precisamente porque no parece una gran cosa”. Visto así, lo que hemos construido a lo largo de siglos en el mundo y en México es, nada más y nada menos, que una maravilla: el hecho de que podamos manifestar nuestra voluntad política a través del voto, y éste forme una voluntad colectiva que legitima a un ganador, pero no desconoce al perdedor y le otorga también –y esto es importantísimo- la posibilidad de formar parte de la esfera pública, es un logro civilizatorio inmenso. Lo vía contraria es sólo una: el derrocamiento de quien ostenta el poder a través de la violencia y a costa de la vida de cientos, miles, o millones de seres humanos. No es cosa menor lo logrado.
Acaso el mérito más poderoso de las “cartas” es su tono. Es un tono simple que va desmenuzando grandes problemas teóricos en enunciados y ejemplos concretos, que conecta lo local con lo universal, que ilumina el presente desde nuestro pasado. Y en el que se asoman dos cualidades del autor: la humildad de quien ha vivido el proceso histórico de consolidación democrática en nuestro país, y quien, a pesar de saber lo mucho que se ha logrado, no se muestra optimista de cara al futuro, porque sabe que todo puede ser peor. Y por eso, hay que proteger y robustecer lo ya logrado. Pero para eso necesitamos valorarlo. He aquí el reto: valorar lo que hemos hecho.