La proyección

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Suelo olvidar (o ignorar) mi estatura, y voy por el mundo con una sonrisa de chaparro cuando podría usar algo más ambicioso, correspondiente a mi 1.88. De igual manera, olvido o no me fijo en mi edad ni en la de los demás, de tal forma que para mí todos son coetáneos de treinta años, y no un abanico de experiencias visto desde mis 48.

Es así que, al estar viendo, gozando y sufriendo este Mundial de futbol, tampoco me doy cabal cuenta de que sus protagonistas promedian 25 años, y descargo en ellos una presión, una anticipación y una ansiedad que apenas soportaría una selección de curtidos cincuentones. Si me multiplico por cien millones, es bastante presión. ¿Cómo la sentirán ellos? Hirving Lozano, el Chucky, tiene 22 años (apenas dos más que mi hijo): ¿pesa en sus hombros nuestra esperanza o sólo juega genialmente como sabe hacerlo? Las dos cosas, supongo, pero me pregunto qué tanto sabe que cuando mete un gol todo México siente que lo mete con él, o que cuando lo falla todos sentimos que erramos con él… Con una diferencia: en el caso del gol, todos somos el Chucky, pero en el caso del yerro él está solo. ¿Cómo es posible que haya fallado así? Pienso en Messi ante el manchón penal: un lugar de gloria masiva o de absoluta soledad.

El deporte, este Mundial, es una perfecta metáfora para detenernos a pensar en cómo proyectamos sobre otros nuestras grandezas y miserias. Yo he soñado mil veces, lo confieso, en que anoto un gol sublime, pero al detenerme a analizar el sueño descubro que es sólo una sensación sin jugada, sin carrera ni recortes ni incluso un tiro identificable, pues carezco de imaginación futbolística para dramatizarlo de verdad en mi sueño… “Puenteo”, digámoslo así, mi ineptitud como atleta y sólo me adjudico la sensación de gloria. Pero cuando es al revés, ya en la vigilia, y el otro “falla”, le achaco no haber hecho esto o lo otro. Los errores son carne de escarnio (carne de meme), pero quienes se burlan o critican no traen puestos esos tacos –o tacones.  En infinitas ocasiones (perdón si escribo sin Freud), aquello que criticamos es aquello de lo que carecemos, y el defecto propio se asoma, aunque encubierto, cuando es otro quien lo comete. O peor aún: somos capaces de proyectar nuestras limitaciones en el otro, que no tiene ni vela en el entierro, por no saber lidiar con nosotros mismos.

Por eso (ya lo dijo David Foster Wallace) nos gusta tanto ver a atletas de alto rendimiento: porque somos panzones y mortales y proyectamos en ellos la fantasía de la perfección y de la infalibilidad. Ya aterrizados en el día a día, esa proyección también se cumple en las pequeñas cosas, y solemos ignorar al tronco que traemos en el ojo por ver la paja que los otros, siempre (pues nos define la imperfección) traen. Mis defectos son sólo míos, así como mis virtudes, y al hacerme dueño de ellos estoy dando un primer paso para reconocer los de los demás, sin juzgarlos. El Chucky o Messi (o tú) están haciendo lo suyo como pueden, y lo hacen bien. Hagamos nosotros también lo nuestro y, ¿por qué no?, hagámoslo bien.

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Javier Solórzano Zinser
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.