El triunfo de Andrés Manuel López Obrador se dio, como ya lo pronosticaban las encuestas meses atrás. Pero difícilmente alguien pudo augurar un resultado tan abrumador. Por la parte de los triunfadores, difícilmente alguno pudo prever que conseguirían la mayoría absoluta de ambas cámaras del Congreso, que dominarían las legislaturas de más de la mitad de las entidades federativas y que los resultados por la Presidencia les darían el triunfo en 31 de los 32 estados de la República.
Por la parte perdedora, difícilmente habrían podido vislumbrar que los resultados electorales modificarían de forma definitiva el sistema de partidos, que hasta el día de la elección imperaba en nuestro país, que los partidos de oposición serán más bien espectadores durante –al menos– los siguientes tres años, y que algunos de ellos, alguna vez de relevancia nacional, quedarían al borde de la extinción a nivel federal –ni qué decir de las múltiples pérdidas de registro a nivel local.
Es en este contexto, en el que ha comenzado la transición entre la administración priista y la morenista. Bajo estas circunstancias, Andrés Manuel dirigió sus primeros discursos públicos, tanto ante medios como frente a simpatizantes. Y en este mismo escenario ha comenzado a reunirse con las principales cúpulas nacionales –el presidente, empresarios y gobernadores– e internacionales –hoy mismo recibe a una delegación del más alto nivel del gobierno de Donald Trump.
Lo que resulta un hecho –por si a alguien le quedaba la duda– es que lo que se dice en campaña, dista mucho de lo que en la práctica puede –y quiere– hacerse. En estas mismas dos semanas, ya con el triunfo en la bolsa, también hemos sido testigos del cambio camaleónico de discurso y propuestas de López Obrador.
Por un lado, se le ha visto muy moderado en lo que respecta a sus políticas económicas e, incluso, ha puesto en duda la cancelación del proyecto del nuevo aeropuerto –una de sus principales propuestas de campaña–... lo que le ha valido el espaldarazo público de la cúpula empresarial –la misma que abiertamente hizo campaña en su contra– y que se ha visto reflejado en la estabilidad de los mercados y en un repunte del peso frente al dólar que no se veía en meses.
Pero no todo ha sido parte de una luna de miel. Andrés Manuel también ha dado visos de que muchas cosas que prometió, no necesariamente podrán llevarse a cabo. Entre las nimiedades, ya se dio cuenta que no traer equipo de seguridad resulta una irresponsabilidad y que la venta del avión presidencial es un trámite nada sencillo. Pero en el mismo sentido, ya advirtió que el precio de la gasolina seguirá atado a las vicisitudes de los mercados internacionales –medida adecuada–, por lo que el precio difícilmente podría ajustarse a la baja en el corto plazo –contrario a otra de sus promesas– y ya adelantó su negativa a apoyar una reforma constitucional que permita tener un fiscal general autónomo e independiente –contrario a la postura de numerosas voces de la sociedad civil.
Los trabajos de transición continuarán en los meses siguientes y, de igual forma, seguirán los dimes y diretes. Pero ya en el poder, con el Congreso y las legislaturas de su lado, Andrés Manuel López Obrador tendrá la oportunidad única de lograr los cambios profundos que el país necesita. De él –y sólo de él– depende que la transformación profunda tan vociferada, se dé y que ésta sea en beneficio de la sociedad en su conjunto y de nadie más.