La crítica en nuestros tiempos

En los últimos días me ha sorprendido la cantidad de comentarios negativos, insultantes, verdaderos linchamientos virtuales, que he visto en contra de aquellos que discrepan de alguna medida tomada por el gobierno entrante. A mi correo y a mis redes sociales han llegado este tipo de comentarios que sólo buscan atacar a la persona, que no tienen la mínima consistencia lógica, que no aportan nada al debate. Los que hacen esto parten de un supuesto erróneo: piensan que los que escribimos y criticamos tal o cual postura del gobierno entrante lo hacemos con un ánimo maniqueo, de suma cero, que creemos que todo lo están haciendo mal. Y no, no es así. Criticamos porque creemos que algunas cosas se pueden mejorar, porque es importante decirlas, porque lo que está en juego no es poca cosa: es el país. Pero también reconoceremos lo que se hace bien. Por ejemplo, aplaudo el nombramiento de Juan Ramón de la Fuente como próximo embajador ante la ONU, aplaudo el giro que se le quiere dar a la política de drogas, la idea de un gobierno austero y republicano, y que “por el bien de todos, primero los pobres”.

Dicho esto, no se debe olvidar que a quien más conviene el ejercicio crítico es a los miembros gobierno entrante. Me explico.

Decía Popper que el peligro de carecer de una postura crítica ante las propias es que: “si no mantenemos una actitud crítica, siempre encontraremos lo que buscamos: buscaremos, y encontraremos, confirmaciones, y apartaremos la vista de cualquier cosa que pudiese ser peligrosa para nuestras teorías favoritas, y conseguiremos no verla”.[1] El “prejuicio de confirmación” es sobre todo peligroso en el terreno de las ciencias sociales, en donde es muy fácil caer en ideología pura y dura, esto es, no en un conjunto de ideas y valores que guíen la acción política –que sería un sentido positivo de lo ideológico–, sino en ideología en sentido peyorativo. De aquella que nos lleva a confirmar lo que ya pensamos, a interpretar los hechos del mundo conforme a los conceptos que ya tenemos en nuestra mente, sin opción de recular o valorar otras ideas, de calibrar otros hechos.

Recuerdo una lectura de Leszek Kolakowski que explica este sentido de ideología de forma magistral. Toma el hecho de practicar jardinería –literal, de cultivar un jardín– y nos demuestra cómo, si tenemos una actitud ideológica peyorativa, que no acepta crítica, el simple hecho de la jardinería puede interpretarse de tal forma que siempre debería prohibirse[2]. El ejemplo va más o menos así.

Un marxista recalcitrante diría de la jardinería lo siguiente: los capitalistas procuran corromper las mentes de las masas y envenenarlas con sus valores reaccionarios. Quieren “convencer” a los trabajadores de que la jardinería es un gran “placer” para tenerlos entretenidos en sus horas libres y así evitar que consuman la revolución proletaria. Conclusión: cultivar es, por tanto, participar en la gran conjura apuntada al engaño ideológico de las masas. ¡No hay que cultivar!

Asimismo, un fanático de la teoría psicoanalítica diría sobre la jardinería que ésta es cualidad típicamente inglesa. Que la revolución industrial mató al medio ambiente. Que la naturaleza es un símbolo de la Madre. Por tanto, al matar a la naturaleza el pueblo inglés cometió matricidio. Lo que no saben es que los acosa subconscientemente el sentimiento de culpa e intentan expiar su crimen cultivando su jardín. Conclusión: entregarse a la jardinería es participar en este autoengaño que perpetúa el mito pueril, de nuestra niñez. ¡No debe cultivarse!

Así, el mismo hecho –practicar jardinería– puede ser interpretado de forma totalizante y excluir cualquier otra lectura. Esa es la definición de ideología en sentido peyorativo: un sistema de pensamiento que explique, de forma relativamente sencilla, todos los aspectos de la vida; e inmune a cualquier hecho que lo contradiga. Todo, todo, va a ser interpretado de tal forma de confirmar lo que se piensa de antemano.

Si esta forma de ver el mundo afecta algo tan trivial como el cultivo de un jardín, imagínense su efecto sobre hechos político. Esta forma de pensamiento es peligrosísima, sobre todo para quienes detentan el poder. Si asumen que todo lo que piensan es verdad absoluta, que nada de lo que se ha hecho antes ha servido, que todos lo que criticamos somos enemigos del régimen y que cada crítica forma parte de una trama conspiratoria para llevarlos al fracaso; si interpretan cada hecho que suceda, cada argumento en contra como confirmación de sus pensamientos, corren el riesgo de equivocarse y de tomar muy malas decisiones.

Quienes lleguen al poder deben de dejar sus atuendos ideológicos –que no sus ideales y valores– en el ropero. Deben estar dispuestos a prestar oídos a la crítica sensata. Será a través de escuchar a las voces disidentes, de la capacidad de encontrar el grano de verdad en éstas, como podrán mejorar sus posturas colectivas, implementar mejores políticas públicas, ver algo que no veían y que cambie su forma de actuar. La crítica puede prevenir errores y puede construir grandes aciertos. De ahí deriva el tan manido término de “crítica constructiva” y de democracia como gobierno a través del diálogo. A todos nos conviene esta actitud. A todos.

[1] Popper, Karl, La miseria del historicismo, Alianza, 2006, p. 154

[2] Kolakowski, Leszek, La Modernidad siempre a prueba, Vuelta, México, 1990, p. 307.

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