Hace diez años, bajo un calor igual de intenso al de estos días, desaparecía Alejandro Aura y nos dejaba una paradójica lección: la de una inmensa vitalidad directamente proporcional a la de su disminución física, como si la inminencia del final le hubiera dado cuerda para heredarnos una íntima revuelta o comezón: la de sabernos vivos y la urgencia de decirlo y festejarlo.
Desde entonces y hasta ahora, al menos en mi caso, no hubo lugar para demasiada tristeza, pues cumplo con su encargo de vivir a todo pulmón. La imagen no es gratuita, ya que justamente los pulmones de Alejandro habían colapsado y padecía una tos dantesca, insoportable para sus interlocutores pero llevada estoicamente por él. “Pinche cáncer”, alcanzaba a decir entre un acceso y otro, riendo, y uno quería morirse ahí mismo frente a él (recuerdo la primera vez que estuve en su casa en Madrid, ignorante de la gravedad de la situación, fumando y bebiendo mezcal y escuchándolo decirme ya en la despedida: “mejor no fumes aquí, poeta: tenemos cáncer”). Nadie como él ha encarnado mejor, ante mis ojos, ese dictum que tanto me gusta de Montaigne: que filosofar es aprender a morir. Y sí, pues aprender a morir no es otra cosa que saber vivir.
En este décimo aniversario de su muerte lo hemos recordado en México y España con ánimo de tertulia y celebración, entre risas, lecturas, brindis y canciones: su presencia flota en el aire como un duende travieso, y su legado de generosidad, de llevar libros y cultura a todos los rincones del país, de compartir la herramienta civilizadora del arte para hacernos mejores ciudadanos, continúa. La labor ha sido silenciosamente heroica, sus resultados tangibles, y aquí y allá, en el desierto y en la ciudad, semana tras semana desde hace un cuarto de siglo, se crean nuevos lectores gracias a su chispa, a su iniciativa y a su infatigable empresa. Alejandro vive en el joven que, en un rincón de Zacatecas o en un barrio olvidado de la Cuidad de México, descubre una lectura que lo transformará para siempre, y vive plenamente en la comunidad de lectores que todos los sábados, sin falta, se reúne en el Hijo del Cuervo a comentar un nuevo hallazgo. Vive en sus hijos y en sus amigos, vive en sus grandes cómplices, como el poeta Eduardo Vázquez Martín, quien ha llevado las riendas de la cultura en esta complejísima ciudad con el entusiasmo y la diligencia aprendidos de él. Vive en nuestros recuerdos y vive en sus poemas, que hemos estado leyendo en estos días y que siempre han hablado por él, como este “Soneto con pausa”, escrito el 18 de abril de 2008:
Otra vez me lo dicen y lo veo,
¿con qué necesidad nació la vida?,
¿para qué petulancia esclarecida
se formó este magnífico meneo?
En mi escaso lenguaje balbuceo
que fue por accidente la crecida
de una célula apenas socorrida
en el cósmico azar de un balanceo.
¿Pero quién la movió por vez primera,
qué propósito tuvo tal impulso
y hacerlo para qué, para qué causa?
Y respondo que no hay nada que fuera
primero ni segundo y que convulso
todo está detenido en una pausa.