Algunas notas sobre el debido proceso

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El principio de legalidad implica que toda autoridad sólo puede hacer lo que la ley expresamente le faculta. Esto impone un límite al poder político: todo acto de un gobernante debe estar reglado. En cambio, los gobernados podemos hacer todo aquello que, en principio, no esté prohibido.

Una vertiente de este principio es el famoso debido proceso, que no es más que un conjunto de normas que reglamentan la forma en que una autoridad debe actuar al momento de invadir al libertad de alguien para someterla a un proceso. En otras palabras, son los requisitos mínimos indispensables que la autoridad requiere cumplir para encarcelar a alguien.

Uno de los principios torales que rigen el debido proceso es la presunción de inocencia. Esto quiere decir que una persona es inocente hasta que no se demuestre lo contrario. O de forma más gráfica: corresponde a quien acusa demostrar la culpabilidad del acusado, y no al acusado demostrar su inocencia.

Tanto el debido proceso como la presunción de inocencia son dos pilares de nuestra civilidad. Son dos diques al poder autoritario.

Imagínese usted que un día va caminando por la calle y llegan dos oficiales de policía, lo detienen, lo golpean, y lo colocan en el asiento trasero de una patrulla. Después usted aparece en una celda, incomunicado. Cada que vez que usted les dice a los oficiales que ahí lo mantienen, que quiere hablar con un abogado o con sus familiares, ellos no responden. Usted no tiene idea de lo que ha hecho, pero ellos lo mantienen ahí mediante amenazas y torturas. Después de tres meses, un día lo dejan salir. La pregunta es: ¿qué distingue a esos policías de una banda de secuestradores? Si vemos sólo su actuación: nada, pero si desmenuzamos el asunto, la gran diferencia es que ellos –se supone- no sólo no deben hacer eso (los secuestradores tampoco deben secuestrar), sino que están yendo en contra de su razón de ser: proteger nuestras libertades, velar por nuestros derechos. Visto así es doblemente grave: quienes deben protegernos nos causan un daño, a veces irreparable.

Precisamente para eso sirve el debido proceso: para que sepamos por qué nos detienen, de qué se nos acusa, quién nos acusa, cuáles son nuestros derechos, para que un abogado nos defienda, para que nuestros familiares sepan dónde estamos, para que se nos escuche durante el juicio, para poder aportar pruebas, para tener acceso a un recurso efectivo, y, claro, para que no se me considere culpable de antemano, sino siempre inocente, y así recibir un trato de acuerdo con mi consideración de inocencia.

Hoy hay miles de jóvenes en las cárceles que están ahí producto de violaciones graves a sus derechos fundamentales dentro del debido proceso. Que simplemente han sido acusado falsamente y han declarado ser culpables bajo tortura, que no tienen un abogado, que no sabrán nunca porqué los detuvieron.

Acabo de leer “Una novel criminal” de Jorge Volpi. Es una “novela sin ficción” tal cual él la describe y trata sobre el caso de Florence Cassez. Es impresionante el recuento de los hechos que hace Volpi. Es impresionante el cúmulo de violaciones al debido proceso que hubo en ese caso que, después de una década, devinieron en la puesta en libertad de Florence. Por como se mediatizó el asunto, por ser ella extranjera, por la serie de contradicciones y puestas en escena por parte de las autoridades, el caso despertó filias y fobias por doquier. Al final ella sale libre, pero hay quienes sostienen su culpabilidad y así lo hicieron saber en medios nacionales e internacionales dando por hecho una culpabilidad por demás dudosa.

La semana pasada fue absuelta Elba Esther Gordillo de los delitos que se le imputaron. Pasó cinco años bajo diversas modalidades de privación de su libertad. Cinco años. Nunca he estado de acuerdo con la forma en que Gordillo se condujo públicamente, de su forma de hacer política y manejar un sindicato, de su ostentación y sus maneras de transitar por el sistema político mexicano. Lo que me parece inconcebible es que en cinco años la Procuraduría no pudiera construir un expediente lo suficientemente sólido como para demostrar su culpabilidad. Lo que me preocupa es que es nos parezca tan normal que una persona que todos consideramos –aparentemente sin fundamente jurídico- culpable de pronto sea absuelta y lo veamos con tanta naturalidad, como si no fuera una falla gravísima en nuestro sistema de justicia y en nuestra forma de concebirlo: primero juzgamos –en medios, en sobremesas, en el imaginario colectivo- y declaramos culpable, después vemos si jurídicamente es cierto. Es cierto que el estilo de vida que llevaba Gordillo parecía muy superior a los ingresos que ella declaraba. Es cierto que en un país tan desigual, con tantas carencias, esas actitudes son inaceptables y deben terminar. Pero también es cierto que le tocaba a la Procuraduría comprobar los delitos que se le imputaron y no pudo. Y, como ha dicho Jorge Castañeda, si alguien con los recursos de Gordillo estuvo cinco años, privada de su libertad, litigando un caso construido con alfileres, ¿qué esperanza tiene un simple mortal ante cualquier acusación hecha de igual forma?

No hemos entendido que el debido proceso y la presunción de inocencia nos protege a todos: a los jóvenes acusados falsamente, a Florence, a Elba Esther, a usted y a mí. A todos. Que no hayamos entendido esto, no sólo me preocupa, me aterra.

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